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El escándalo de la misericordia de Dios: Claves para comunicar a la sociedad contemporánea el misterio de la bondad divina

Pages 339-355 | Received 15 May 2020, Accepted 16 Jul 2020, Published online: 27 Nov 2020

Abstract

This article aims to delve into the criteria of divine justice, based on the Gospels, and also investigates what relationships they can maintain with human justice, in force in society. Ten principles are proposed that would help to explain the way in which God judges men and, at the same time, an analysis is made as to what extent these principles can or cannot be found in the legal logic of Western societies. Philosophical, literary and cinematographic works are used to study this complex relationship between human and divine justice.

ABSTRACT

En este artículo se pretende profundizar en los criterios de la justicia divina, tomando como base los Evangelios, y, además, se investiga qué relaciones pueden éstos mantener con la justicia humana, socialmente vigente. De este modo, se plantean diez principios que ayudarían a explicar el modo cómo Dios juzga a los hombres y, al mismo tiempo, se analiza hasta qué punto esos principios pueden encontrarse o no en la lógica jurídica de las sociedades occidentales. Para el estudio de esta compleja relación entre las justicias humana y divina se hace uso de obras filosóficas, literarias y cinematográficas.

Con frecuencia, en el tribunal público contemporáneo, Dios está sentado en el banquillo de los acusados. Y, junto a Él, la Iglesia Católica. Los crímenes que se les imputan son, curiosamente, contradictorios: a veces, se les achaca un exceso de rigor, una rígida severidad, que se considera como una de las caras más feas de la intolerancia; en otras ocasiones, la falta cometida es el exceso de perdón, que se confunde con la dejadez, la irresponsabilidad o, peor aún, una íntima, secreta e inconfesable perversidad. Por último, ante el caos aparente del mundo real, ante tantas injusticias y tantas paradojas de la vida cotidiana, difíciles de comprender, a Dios se le condena a no existir. Este es el veredicto: no puede ser verdad un Dios que permite estas cosas. Y la Iglesia Católica se transforma en la sombra de esa inexistencia.

Pero ¿cómo es, realmente, la justicia divina? Intentaremos explicarla en este artículo o, por lo menos, vislumbrar algunos de sus misterios, sobre todo el enigma de su misericordia. Y, previamente, como pórtico de las páginas siguientes, se impone que nos planteemos dos cuestiones. Primera: ¿estaremos pecando de soberbia intentando transcribir aquí algo de los códigos divinos? ¿Quién soy yo, quiénes somos nosotros para hacerlo?

Efectivamente, hay cosas que Jesús, en los Evangelios, nos advierte ser imposible conocer: no podemos adivinar, por ejemplo, cuándo serán el día y la hora del fin del mundo (Mateo 24, 36) ni lograremos saber quién se sentará a la derecha y a la izquierda de Jesús (Mateo 20, 23; Marcos 10, 40).

No obstante, sobre la justicia divina, Cristo nos declara: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” (Mateo 6, 33). La justicia hay, pues, que buscarla, perseguirla, y ello implica conocerla. Y antes, también en Mateo, Cristo había explicado: “Porque os digo, que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 5, 20). Tenemos, pues, que construir nuestra rectitud, como si fuese un personal templo de Salomón, y esto implica conocer, dentro de lo posible, la legislación divina. Más que un gesto de vanidad, el intentar sintonizar con la justicia de Dios constituye un deber.

Y aquí surge otra cuestión previa: esa justicia divina, a veces tan escandalosamente misericordiosa, ¿tendrá algo que ver con la justicia humana? ¿Nos encontraremos ante dos códigos divergentes e, incluso, opuestos? Porque, a veces, se instala una extraña esquizofrenia espiritual: lo que vale en los paisajes del alma no tiene casi utilidad ni aplicación práctica en las sendas de la existencia cotidiana. Una cosa es la fe, otra la vida. Las iglesias están como que cerradas en sí mismas, agazapadas en sus sombras interiores. Los cristianos, sin darnos cuenta, nos metemos en unas extrañas catacumbas contemporáneas que no logran comunicar con la sociedad. Por consiguiente, conviene repetir la pregunta: ¿puede la justicia divina ayudarnos a perfeccionar la justicia humana? ¿O, al contrario, ella constituye un conjunto de normas algo autistas, sólo aplicables en el redil de los creyentes?

La verdad es que, como veremos, la justicia divina reta el derecho humano. Funciona, pues, como un escándalo: la propuesta de una mirada distinta, de otra concepción de las cosas. Y eso lo vemos de inmediato cuando nos encontramos con el primer principio de los tribunales de Dios: todos los humanos somos pecadores. Todos somos culpables. Existe, pues, una extraña solidaridad en el mal, que es propia de nuestra condición humana. Esto choca con la convicción generalizada de la sociedad según la cual existen las “buenas personas” y las “malas personas”. Una idea que, por supuesto, también imperaba en los tiempos de Jesús, como en los nuestros, y a la que, como veremos, Él se opuso.

De hecho, ante Dios, todos somos pecadores. Todos vivimos en la cárcel de nuestras faltas. En el certificado de antecedentes penales del cristiano, todos tenemos algo escrito. Más aún: contamos ahí con una larguísima lista de fallos. Jesús insistió mucho en este aspecto. Escuchemos la voz de Cristo (Lucas 13, 1-5):

En aquel momento llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos, a quienes Pilatos había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les dijo: –¿Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Os digo que no; más aún, si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo. Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torre de Siloé, ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis igualmente.

No obstante, el episodio donde quizá queda más claro este planteamiento de Jesús es el de la posible lapidación de la mujer adúltera, que Juan nos cuenta (Juan 8, 1-11). De hecho, los que acuden a hablar con Cristo llegan guiados por un mapa moral muy habitual, que domina incluso en nuestras culturas contemporáneas: de un lado, tenemos a los justos, a los “buenos”; del otro lado, separada por una clara frontera ética, se encuentra la mujer que “ha sido sorprendida en flagrante adulterio” (Juan 8, 4). Esta frase, bastante cruel, impide cualquier duda sobre su culpa: transformada en una evidencia, la falta cometida la separa radicalmente del resto de la comunidad. Pero la concepción de Cristo es muy distinta: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero” (Juan 8, 7). Y, de repente, con esta declaración tan sencilla, todos somos, de un modo u otro, aquella pobre mujer adúltera. Se hunden los muros morales que nos separaban del pecado.

Un autor contemporáneo, Thomas Merton, resume en algunas frases brillantes, maravillosas, este principio tan presente en los Evangelios (Merton Citation2003, 130):

Así, nunca vemos la única verdad que nos ayudaría a empezar a resolver nuestros problemas éticos y políticos: que todos estamos más o menos equivocados, que todos tenemos la culpa, que todos estamos limitados y bloqueados por nuestras motivaciones heterogéneas, nuestro autoengaño, nuestra avaricia, nuestro fariseísmo y nuestra tendencia a la agresividad y la hipocresía. [cursiva del autor]

Y aquí resulta imposible no preguntar: ¿existe hoy en día en la sociedad occidental algo de esta noción cristiana de la solidaridad de la culpa humana, algo así como una extraña democracia del pecado, de la cual todos somos, al fin y al cabo, ciudadanos? La respuesta es sí. Este primer principio de la justicia divina se detecta incluso en la obra de un gran poeta decimonónico, Charles Baudelaire, un autor que vivió fascinado durante años por la compleja botánica del mal. En el poema introductorio de su célebre obra Les fleurs du malFootnote1, una composición titulada “Au lecteur”Footnote2, encontramos unos versos inquietantes. Dirigiéndose al público de su libro y después de haber mentado el monstruo maligno del aburrimiento, el yo poético afirma (Baudelaire Citation1968, 43): “Tu le connais, lecteur, ce monstre délicat,/– Hypocrite lecteur, – mon semblable, – mon frère!”Footnote3

Compartimos, pues, según Baudelaire, una serie de monstruos interiores como, por ejemplo, una negra melancolía, que es de cada uno y es también de todos. Resulta, desde luego, muy curioso comprobar como un poeta, aparentemente tan alejado del redil cristiano (por lo menos durante una fase de su vida), plantea una noción solidaria del pecado que es, al fin y al cabo, típica del cristianismo.

Pasa algo muy parecido con las ideologías de izquierdas. En efecto, gran parte del empuje, de la energía de estas doctrinas se debe a su raíz cristiana. Un personaje de Los cuatro jinetes del apocalipsis, la novela que impuso a Blasco Ibáñez en el panorama literario internacional, lo explica muy bien. Se trata de un ruso anarquista llamado Tchernoff, el gran ideólogo del libro y a quien, de hecho, vale la pena escuchar (Blasco Ibáñez Citation2007, 187-188):

–Es verdad –continuó– que me preocupo poco de Dios y no creo en los dogmas, pero mi alma es cristiana como la de todos los revolucionarios. La filosofía de la democracia moderna es un cristianismo laico. Los socialistas amamos al humilde, al menesteroso, al débil. Defendemos su derecho a la vida y al bienestar, lo mismo que los grandes exaltados de la religión, que vieron en todo infeliz a un hermano.

De hecho, sólo teniendo en cuenta esta analogía entre cristianismo y revolución –la misma que llevó a un poeta portugués, Antero de Quental, a exclamar al final de una conferencia célebre, “Pois bem, meus senhores: o Cristianismo foi a Revolução do mundo antigo; a Revolução não é mais do que o Cristianismo do mundo moderno” Footnote4(Quental Citation1982, 296)– podremos entender que se considere, en este marco ideológico de izquierdas, que toda la sociedad, en su conjunto, resulta al fin y al cabo culpable de las injusticias existentes. Todos somos cómplices, colaboradores en una estructura social que se revela maligna. Hay que lograr que la ciudadanía tome conciencia de su participación en este gran pecado colectivo. Sólo esto traerá un cambio de actitud, que permitirá que se viaje rumbo a una nueva realidad.

La idea de la solidaridad en el mal, esencial para el cristianismo, se refleja, pues, en la visión del mundo de un poeta y en la concepción ideológica de un abanico de ideologías de izquierdas. Más aún: en la línea de lo que afirmaba Merton, uno de los grandes problemas de la contemporaneidad sólo se podrá solucionar con base en esta noción de que todos, absolutamente todos, somos responsables por esa falta. Nos referimos al drama ecológico que se cierne sobre los seres humanos. Un pecado que, de hecho, todos compartimos, aunque nuestra participación se haga a través de las faltas meramente veniales de beber agua por una botella de plástico o de conducir un coche contaminante. Quizá sea porque los seres humanos han perdido un poco esta noción de la corresponsabilidad en el mal que no hay manera de llegar a una solución para esta tragedia ecológica, que todos los días se ahonda un poco más. Para vislumbrar una salida, para resolver estos dilemas, tendríamos que comprender que funcionamos, según la expresión usada por el Papa Francisco, como “una única familia humana” (Francisco Citation2015, n.° 52).

Vemos, pues, que este principio de la solidaridad humana en el pecado, noción clave de la justicia divina presente en los Evangelios, no configura ni un exceso de rigor, ni una manifestación de dejadez, de incuria, sino, al contrario, una visión del mundo que nos daría a cada uno de nosotros más felicidad, concediendo, además, unos horizontes más seguros y hermosos al conjunto de la humanidad.

Antes de avanzar para el que consideramos ser el segundo principio de la justicia divina, anotemos, en un breve paréntesis, que esta solidaridad en el mal de los seres humanos no constituye, en el pensamiento cristiano, sólo un fenómeno ético y moral. Se trata, en realidad, de una fusión más profunda entre todos los seres humanos, de una auténtica fraternidad ontológica, sin la cual nada se entiende. En cada ser humano vive toda la humanidad (Ratzinger Citation2005, 178-180) y, por ello, en cada uno de nosotros puede existir Cristo. Ello explica también que el sacrificio de Jesús, vivido individualmente, haya permitido la salvación de toda la humanidad. San Pablo lo explica muy bien en su carta a los romanos (5, 17-19):

Pues si por la caída de uno solo [Adán] la muerte reinó por medio de uno solo, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de uno solo, Jesucristo. Por consiguiente, como por la caída de uno solo la condenación afectó a todos los hombres, así también por la justicia de uno solo la justificación, que da la vida, alcanza a todos los hombres. Pues como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos.

Subrayemos, pues, que, al lado de la solidaridad en el mal, hay otra en el bien y, subyaciendo a todas estas misteriosas fusiones humanas, una profunda fraternidad ontológica, aún más enigmática, entre los seres humanos y Dios, que ya se afirma en el momento de la creación porque el Padre creó el hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1, 26), algo que se confirmará con la Encarnación de Jesús.

Pero abandonemos estos misterios, estos abismos teológicos, para viajar rumbo al que creemos ser el segundo principio de la justicia divina: si todos somos pecadores, si en nosotros se mezclan lo bueno y lo malo, como un remolino espiritual que nos recorre interiormente, la realidad será, pues, fatalmente, un tapiz de hermosuras y horrores. En el mundo se entreveran lo positivo y lo negativo. Algo que Jesús explicó claramente a través de la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30). El mundo real conlleva un sello perpetuo de imperfección. No debemos, por consiguiente, asombrarnos de que en nuestra sociedad truenen el sonido y la furia, como dijo Shakespeare (Citation1981, 191), dejando un eco en el título de una muy conocida novela de Faulkner, The Sound and the FuryFootnote5, de 1929.

Ante la presencia del mal en el gran teatro del mundo, podríamos creer que Dios es un artista burdo, incluso mediocre, que no supo acabar su obra. Una idea que cunde entre ciertos ateos. Pero, de hecho, la imperfección de lo real es una invitación a que se ensanchen los panoramas de nuestra libertad. A que, por lo tanto, hagamos cosas. Cuando Dios no actúa es, probablemente, para que nosotros mismos actuemos. Para que, como afirma el filósofo Pere Lluís Font, nosotros seamos la Providencia de Dios (Font 2016, 294). El aparente caos del presente nos permite transformarnos en cocreadores de la creación. No seamos, pues, pesimistas cuando nos encontramos con los cortocircuitos malignos de la vida cotidiana. No nos convenzamos, como dice Chesterton, de que el “corazón mismo del mundo es el mal” (Chesterton Citation2011, 196). La penumbra de lo real no es más que una invitación, un reto, a nuestra propia luz. Ante los rayos y truenos de la vida, ese ruido y furia shakespeariano, inventemos nuestra propia música y, tocándola, viviéndola, acallemos las tempestades de lo real. Hay que acunar al mundo en nuestros brazos, hasta que finalmente se duerma en paz.

No obstante, ante la presencia del mal envenenando lo real, podemos, de hecho –y a pesar de Chesterton–, caer en la tentación de sentir que, a nuestro alrededor, todo son serpientes que se multiplican, culebras y más culebras. Algo de esto ocurre en la magnífica obra de Primo Levi, el clásico Se questo è un uomoFootnote6: la sombra de los campos de trabajo y de concentración penetra en las víctimas de este sistema que, ellas mismas, se vuelven malignas, casi tanto como sus verdugos –o, incluso, quizás más que ellos: esto es lo terrible–. De hecho, la tiniebla del ambiente se ha adueñado de la intimidad del protagonista, adentrándose también en el alma del lector. Escuchemos la voz desesperada del narrador (Levi Citation1989, 52-53):

Noi abbiamo viaggiato fin qui nei vagoni piombati; noi abbiamo visto partire verso il niente le nostre donne e i nostri bambini; noi fatti schiavi abbiamo marciato cento volte avanti e indietro alla fattica muta, spenti nell’anima prima che dalla morte anonima. Noi non ritorneremo. Nessuno deve uscire di qui, che potrebbe portare al mondo, insieme col segno impresso nella carne, la mala novella di quanto, ad Auschwitz, è bastato animo all’uomo di fare dell’uomo.Footnote7

Hay, pues, una “mala novella”Footnote8 en las realidades más crueles, una especie de “anti-evangelio” de la oscuridad. Una experiencia terrible de la cual ya no sería posible volver atrás: “Noi non ritorneremo”Footnote9, dice el narrador. No obstante, ese regreso se ha realizado y este libro admirable se ha escrito; la mala noticia ha sido transmitida. Y ello ocurre porque, en el fondo de la desesperación comprensible de Primo Levi, todavía luce una esperanza parecida a la de Jesús cuando, rezando el salmo 21(22), grita (Mateo 27, 46; Marcos 15, 34): “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Por consiguiente, donde el sufrimiento se revela, tiene que brotar también la esperanza, aunque ello pueda ser difícil. Nuestras muertes, las muchas muertes de que se hace una vida, ocurren para que haya una resurrección.

No transformemos, pues, la danza del mal y del bien, propia de la realidad, en un apogeo de la oscuridad. Porque, cuando esto ocurre, lo oscuro es nuestra alma, lo negro es nuestra mirada. Jesús lo explicó muy bien en sus reflexiones sobre los ojos que son la lámpara del cuerpo (Mateo 6, 34-35): “La lámpara del cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo también está iluminado. Pero cuando tu ojo es malicioso, también tu cuerpo queda en tinieblas. Mira, por tanto, no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas.” El que, pues, cuando observa el mundo, lo ve plagado de horrores y oscuridades, ha dejado que se apagara, en su intimidad, la candela secreta que debe alumbrarnos. En esas ocasiones, la cuestión no es el mundo, sino nuestra propia alma. El problema somos nosotros mismos, y no la realidad.

Porque, en ésta, a pesar de todas sus tempestades, crece constantemente esa pequeña semilla del bien, ese grano de mostaza del que habló Cristo y que terminará siendo la mayor de las plantas (Marcos 4, 30-32). A veces, los cristianos fallamos en este exigente examen de la esperanza. Nos dejamos devorar por la sombra de nuestros templos. Nos acuclillamos en nuestra tristeza. De tal manera que muchos no creyentes logran ser más optimistas que nosotros. Uno diría que son ellos los que nos enseñan a aprender de nuevo los rumbos de la luz, de la claridad. La imperfección del mundo, en el fondo, no es una condena fatal que nos ha caído encima, sino todo lo contrario: una maravillosa oportunidad de que la humanidad llegue a lo mejor de sí misma. Lo real es imperfecto para que nosotros seamos perfectos, para que, por lo menos, intentemos serlo.

Y llegamos aquí al que creemos ser el tercer principio de la justicia divina: si en nosotros y en la realidad se mezclan el bien y el mal, cada ser humano tiene derecho a su recorrido en este mundo, a la plena aventura de su vida. Cada existencia es una partida de ajedrez, como la que Bergman representó en su célebre película El séptimo sello, que debemos jugar hasta el final. Y, hasta el último momento, podemos darle jaque-mate al mal y a la muerte. Recordemos como el buen ladrón, con su magistral jugada, un movimiento inesperado de la dama del mayor amor en el tablero de su agonía, derrota las sombras que había en todo su pasado (Lucas 23, 40-43). Y esto ocurre cuando la sociedad humana ya lo daba por perdido, condenándolo a muerte. La lección es muy clara: donde los seres humanos dan por zanjada la cuestión, Dios concede una oportunidad más. La justicia humana es distinta a la divina.

Y esto, sin duda, puede representar un problema. Que Dios dé una oportunidad más a personas que han cometido el mal, y que quizás puedan cometerlo de nuevo, escandaliza a la gente. Y el escándalo se vuelve aún mayor en una sociedad como la nuestra, obsesionada por la seguridad. Esta última palabra, “seguridad”, es como un mantra que se repite en la liturgia de nuestro lenguaje: hablamos de seguridad social, de seguridad viaria, de seguridad en el trabajo… Para un cristiano, la seguridad no tiene, no puede tener este valor sacro. No vale ponerla en los altares. Al contrario, Jesús nos animó siempre a apostar por una inseguridad llena de fe: no debemos llevar ni las alforjas ni las dos túnicas de un pesado equipaje (Marcos 6, 8-9) porque hasta nuestros cabellos están todos contados (Mateo 10, 30). Nuestra seguridad es, debe ser, ante todo, Dios.

No magnifiquemos, sin embargo, estos puntos en los que no estamos de acuerdo con la opinión social mayoritaria. Si lo hacemos, caeremos en una especie de orgullo revolucionario, que no tiene nada de cristiano. Al fin y al cabo, como sabemos, nuestro reino no es de este mundo (Juan 18, 36). Podemos llorar por dentro ante el fenómeno del aborto. Pero esas lágrimas, sin dejar de desear otra actitud, otra manera de enfocar este problema, deben, también ellas, perdonar. Por consiguiente, en un mundo de condenaciones, lo nuestro es perdonar, incluso a aquellos que condenan seguramente demasiado.

Y aquí nos encontramos con el cuarto principio de la justicia divina: esa misericordia que vale más que los sacrificios (Oseas 6, 6; Mateo 9, 13; Mateo 12, 7). Para que cada persona pueda realizar su recorrido vital, ese trayecto que es un derecho suyo inalienable, el cristianismo propone un modesto motor de dos cilindros: uno de esos cilindros es precisamente el perdón. Hay que perdonar y perdonar y perdonar. Hay que hacerlo setenta veces siete veces (Mateo 18, 22) y hasta el punto de dar la mejilla izquierda después de que nos hayan abofeteado la derecha (Mateo 5, 39; Lucas 6, 29). Sin la misericordia, el cosmos entraría en completo colapso porque es esta dinámica, esta mecánica del perdón lo que hace que el sol nazca todos los días sobre justos e injustos (Mateo 5, 45).

De hecho, a veces confundimos este perdón infinito, que cae como una llovizna sobre toda la creación, con la ausencia de Dios. Como no hay castigo, no existe la justicia. Por consiguiente, Dios no existe. No obstante, el perdón es el único cortafuegos eficaz que poseemos contra el mal. Y el Padre lo usa abundantemente, incontablemente: el bien con que contesta a nuestro mal nos permite, en cada jornada, empezarlo todo de nuevo, sin que la luz del amanecer se vea mancillada por la más mínima sombra.

¿Puede ser este principio de la justicia divina útil a la vida social? Sin duda alguna. Más aún: resulta esencial. Sin la misericordia, las culturas humanas se zambullen en su propio infierno, en un horror que destruye las vidas de sus ciudadanos. Recordemos un expresivo ejemplo histórico: al final de la Primera Guerra Mundial, los vencedores no perdonaron verdaderamente a los vencidos. Se instaló la idea de que Alemania debería ser castigada, una visión de las cosas que subyace a la trama general de una novela que ya hemos citado: Los cuatro jinetes del apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez. La cultura germánica estaría habitada por una suerte de demonio interno que, a pesar de todas sus brillantes producciones, filosóficas, literarias o musicales, asoma la cabeza de cuando en cuando, generando enormes desastres.

De forma que hubo que humillar al rival para reducir a ese demonio. No obstante, el resultado todos los conocemos: ese presunto satanás germánico regresó a la escena mundial, más fuerte que nunca, poco tiempo después. Porque lo maligno se vence sobre todo a través de la misericordia. Y, realmente, este perdón, tan esencial, tan necesario, se practicó después de la Segunda Guerra Mundial; una piedad que abarcó a Japón y Alemania, las dos principales potencias derrotadas, con el resultado que conocemos: décadas y décadas de paz y próspera felicidad. Así se explica igualmente que las sociedades que se centran en una lógica de punición no se libren jamás de las explosiones de su violencia: algo que ocurre, por ejemplo, en Brasil o, incluso, en Estados Unidos de América.

Sin clemencia, no hay paz. Sin misericordia, no se derrota al mal. Pero, recordémoslo, hablábamos de un motor de dos cilindros que nos llevaba, nos empujaba en este recorrido individual que constituye un derecho de todos los hombres. Además del perdón, la justicia divina propone, de hecho, la autocorrección como mecanismo esencial de nuestro perfeccionamiento. A veces a los cristianos se nos olvida el valor de esta dimensión de nuestra fe. Y, no obstante, Jesús lo explicó con mucha claridad (Lucas 6, 41-42):

¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.

De hecho, si pensamos en lo que hemos planteado antes, este primado de la autocorrección surge como una consecuencia lógica: si en cada uno de nosotros se reflejan el bien y el mal del mundo, si todos somos, diciéndolo a la manera de Jorge Luis Borges, un Aleph en el cual se proyecta un universo (Borges Citation1988, 155-174) donde el bien y el mal se entremezclan, entonces será actuando, trabajando en nosotros mismos, corrigiendo nuestras faltas en nuestro teatro interior que mejoraremos el mundo.

Vivimos, hoy en día, en la sociedad de la vigilancia y de la evaluación. Hay cámaras por todas partes, sobre todo en las grandes ciudades. Es como si se rodara una película casi infinita en las calles, en las plazas, en las avenidas de nuestras metrópolis. Y, al mismo tiempo, todo se mide y se calibra: desde el valor de las deudas de los países hasta la labor de un maestro o de un obrero. No obstante, en la intimidad de cada persona se deja crecer un vacío moral que, realmente, funciona como un fantasma de ausencias éticas. Uno diría que los sistemas sociales confían más en esta infinita vigilancia exterior orwelliana, que en la conciencia de cada hombre como motor de su correcta actuación. Y, en realidad, al actuar de este modo, al seguir este camino, se equivocan. Poco a poco, iremos viendo aparecer organismos fiscalizadores de las primeras e iniciales instancias de vigilancia. Y, a continuación, nuevos instrumentos para evaluar a los evaluadores de los evaluadores. Entraremos de este modo en una absurda espiral del acecho y del recelo. Se generará, finalmente, algo así como una Torre de Babel de la vigilancia que no conducirá a ninguna parte.

Porque, de hecho, nada tiene más energía moral y más positivas consecuencias éticas para una sociedad que la conciencia de un ser humano. El mundo se pierde y se salva en la conciencia de la humanidad. Debemos insistir en este aspecto por el bien de nuestros hermanos. Notemos, además, que la Iglesia rinde homenaje, por decirlo de alguna manera, a la conciencia de sus miembros: cuando comulgamos, un gesto de la mayor gravedad, nadie nos exige un certificado o un carné con las cuotas en día. Nuestra conciencia decide de la justicia de ese acto. Entramos en las iglesias libremente, también con los pasos de nuestra conciencia. Que Dios nos mantenga en esta sublime confianza en el universo íntimo, en el alma de cada cristiano.

Llegamos aquí al sexto principio de la justicia divina: los tribunales de Dios son profundamente “democráticos”, por decirlo de alguna manera, no respetando esas poderosas aristocracias espirituales que solemos establecer, declarándonos condes y marqueses de la rectitud. Si hasta aquí hemos soportado la originalidad amante de la legislación divina, quizá, al llegar a este aspecto, claudiquemos y, por fin, pongamos el grito en el cielo ante el gran escándalo de la misericordia de Dios. De hecho, Jesús insistió mucho en esta falta de respeto por las jerarquías religiosas humanas. Israel era una sociedad de castas espirituales, dominada por los fariseos y los doctores de la ley. Los intocables de este sistema los encontrábamos, por ejemplo, en los samaritanos, los cobradores de impuestos, las mujeres de mala vida. Serían muchísimas las citas de frases, de parábolas, de actitudes de Cristo que retaban estos escalafones de la fe.

Pensemos en la parábola del buen samaritano, tan conocida (Lucas 10, 25-37). El sacerdote y el levita nos surgen alejados de la justicia divina, ellos que deberían conocerla íntimamente, mientras el samaritano, oficialmente alejado de ella, revela, por su comportamiento, vivir de acuerdo con sus principios amantes, con la energía del bien que la rige. Todos somos iguales porque todos somos pecadores, todos construimos el gran infierno de la humanidad, pero todos somos iguales porque también el ángel de nosotros mismos puede ocurrir en cualquier momento y en todas las clases sociales de la espiritualidad. De ahí que se repita, en los Evangelios, casi como un mantra, la frase “los últimos serán primeros, y los primeros, últimos” (Mateo 19, 30; 20: 16; Marcos 10, 31; Lucas 13, 30).

No nos resulta imposible aceptar este igualitarismo, esta democracia espiritual, aun cuando ella nos surja en la parábola algo provocadora de los trabajadores de la viña (Mateo 20, 1-16). Reciben el mismo sueldo los que han bregado muchas horas y los que sólo se han acercado al tajo ya en la parte final del día. El bárbaro capitalismo que, hoy en día, a todos nos habita por dentro, como una sombra que se alarga en nuestra alma, puede impulsarnos a considerar injusto, incluso incomprensible, este desbarajuste salarial. No obstante, un comentarista hábil, que nos explique que una misma infinita alegría única paga a todo aquel que se convierta y se empeñe en la labor del reino de Dios, nos resuelve el problema. La eternidad constituye una sola moneda de plenitud y gozo que contiene, en sí misma, el infinito de la alegría, que trastoca todos los números, todos los cálculos. Con esa moneda prodigiosa recibiremos nuestra paga, igual para todos, porque para todos interminable. No sería equivocado afirmar que el sentido igualitario de la revolución francesa, y de las presentes sociedades occidentales, proviene de esta curiosa democracia espiritual cristiana (Font 2016: 36-37, 73).

No obstante, este carácter igualitario, en nuestro entender el sexto principio de los códigos legislativos divinos, no es sino una preparación para la séptima dimensión de la justicia de los cielos, sin duda la más escandalosa de todas. De tal modo que, al alcanzar este punto, muchos se plantarán afirmando: hasta aquí hemos llegado. De hecho, en la lógica de Jesús, el pecador es más importante que el justo. Esta idea resulta tan impactante que conviene, de hecho, apoyarla en los Evangelios. Recordemos, pues, que Cristo afirmó que había venido a salvar a los pecadores, y no a los justos (Mateo 9, 13; Marcos 2, 17; Lucas 5, 32). También lo dijo a través de aquella frase de que no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mateo 15, 24). Insistió, además, en la validez de este principio mediante varias parábolas como la de la dracma perdida (Lucas 15, 8-10). Quizá el momento más explosivo de este privilegio del pecador, de esta aristocracia al revés que el cristianismo configura, nos surge en la parábola del hijo pródigo, que aparece a continuación en el Evangelio de Lucas (15, 11-32): el lector de este texto termina sintiendo más simpatía por el joven atolondrado y disipador, finalmente arrepentido, que por el hijo muy obediente, encerrado en el frío orgullo moral de haber cumplido a rajatabla con todos los preceptos. Resumamos todo esto en una frase rompedora de Jesús (Lucas 15, 7): “Os digo que, del mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión.”

Uno diría que estos principios más atrevidos – una cierta igualdad espiritual y, sobre todo, el imperativo de la redención moral del pecador imponiéndose a la prevalencia del justo– serían extraños a nuestras sociedades. Pero, en realidad, Michel Foucault, en su gran trabajo clásico Surveiller et punirFootnote10 (Foucault Citation1975), nos demuestra que las cárceles modernas, aparecidas sobre todo en el siglo XIX, como consecuencia de las ideas del siglo XVIII, se asientan sobre la noción de una justicia igualitaria que tenga, también, capacidad de redención del encarcelado. Claro que se trata de construcciones humanas y, por ello, plagadas de errores, de tal modo que se transforman, como veremos, en una caricatura lamentable de los principios que las sostienen. Pero esos valores, de hecho, existen en su base.

Efectivamente, en lo que respecta a su carácter democrático, sostiene Foucault (Citation1975, 268): “Au tournant des deux siècles [XVIII y XIX], une nouvelle législation définit le pouvoir de punir comme une fonction générale de la société qui s’exerce de la même façon sur tous ces membres, et dans laquelle chacun d’eux est égalmente représenté […]”Footnote11. Aunque después haya, según el filósofo francés, una disparidad de tratamientos según la gravedad de las faltas, estamos ante (268) “une justice qui se dit «égale»”Footnote12 [comillas del autor galo]. De hecho, esta se basa en la privación de la libertad que la cárcel representa; la pérdida de esta libertad (268-269) “a donc le même prix pour tous; mieux que l’amende elle est le châtiment «égalitaire»”Footnote13 [de nuevo las comillas son de Foucault]. Pero, además de representar un castigo igualitario, las cárceles tienen como objetivo “transformer les individus”Footnote14 (269). Siguiendo su razonamiento, Michel Foucault cita en su trabajo un informe de G. A. Real sobre los motivos del código de instrucción criminal, en el cual se puede leer lo siguiente (270-271):

L’ordre qui doit régner dans les maisons de force peut contribuer puissamment à régénérer les condamnés; les vices de l’éducation, la contagion des mauvais exemples, l’oisiveté… ont enfanté les crimes. Eh bien, essayons de fermer toutes ces sources de corruption; que les règles d’une morale saine soient pratiquées dans les maisons de force; qu’obligés à un travail qu’ils finiront par aimer, quando ils en recueilleront le fruit, les condamnés y contractent l’habitude, le goût, et le besoin de l’occupation; qu’ils se donnent respectivement l’exemple d’une vie laborieuse; elle deviendra bientôt une vie pure; bientôt ils commenceront à connaître le regret du passé, premier avant-coureur de l’amour des devoirs.Footnote15

Podemos ver, por consiguiente, que nuestras cárceles, en teoría –y, desgraciadamente, sobre todo en teoría– intentan contribuir para la regeneración del que ha cometido una falta que merezca este confinamiento.

No obstante, como ya hemos dicho, cuando las sociedades humanas intentan aplicar un principio cristiano olvidándose completamente del cristianismo, tarde o temprano ese buen propósito se transforma en la caricatura de sí mismo. Ocurrió esto con la construcción de la sociedad sin clases, una idea generada, como explicaba el anarquista de la novela de Blasco Ibáñez, antes citado, en el humus creyente y cristiano de Occidente. Esta relación entre ese humus cristiano y el impulso revolucionario resulta visible, igualmente, en un gran clásico del cine, la película Roma, città apertaFootnote16, de Roberto Rossellini, una obra de 1945. En ella, el militante comunista torturado se confunde, a través de su carne masacrada, con la figura de Jesús. Y hay, además, un sacerdote fusilado a causa de su compromiso con la justicia y la libertad. Al término del film, un grupo de niños camina hacia el futuro, con la cúpula del Vaticano acunando el horizonte, amparando los panoramas de la historia.

Sin embargo, cuando estas ideas generosas, la igualdad y la justicia social por ejemplo, se llevan a cabo amputándolas de su raíz cristiana, terminan perdiéndose en un laberinto de contradicciones que desintegran el limpio y puro impulso inicial. Quizá por este motivo los regímenes comunistas de la Europa del Este se han evaporado, desvanecido en los escenarios de la historia, mientras la Unión Europea sigue existiendo. En el primer caso, el cristianismo se persiguió, como si nada tuviera que ver con la idea de una sociedad ecuánime; en el segundo, por el contrario, el mensaje cristiano sirvió, por lo menos en una fase inicial, de inspiración, algo visible en la bandera de la UE. El proyecto de la unión de los varios países europeos nace de gestos culturales como la película de Rossellini que hemos citado antes. Y, mientras no nos olvidemos de este telón de fondo cristiano que nos anima y nos ampara, este proyecto irá aguantando las embestidas del tiempo. Sin la especial sensibilidad cristiana, proyectada en el humanismo, poco a poco Europa se irá disolviendo en una serie de nacionalismos particulares: regresarán los dinosaurios de las patrias.

Quizá por este mismo motivo, el moderno sistema carcelario, que había nacido, como hemos visto, con buenos propósitos, como una superación de los suplicios y los ajusticiamientos brutales del pasado, terminó derrotado, fallando completamente sus objetivos (Foucault Citation1975: 308-313). El filósofo francés lo explica muy bien: en vez de constituir una herramienta de redención, las prisiones se transformaron en escuelas del crimen que perpetuaban el mal. Que, en cierto sentido, integraban el pecado en el sistema social, dándole diversas finalidades prácticas (322-333). Vemos de nuevo como ideas de base cristiana, cuando se aíslan de la matriz que les ha dado origen, la pura brisa de los Evangelios, el aliento único de Jesús, derivan hacia la perversión de sí mismas. Y debemos tener cuidado porque esto que pasó con la sociedad sin clases o con la idea de un sistema penitenciario que apoyara la redención del criminal también ha ocurrido con el propio cristianismo cuando, por ejemplo, se alió con el poder político o fue cómplice de la represión cultural. De nuevo se afirma la idea de que no hay pecado de los demás que no pueda ser también una falta nuestra. El cristiano, en el fondo, puede ser definido como alguien que tiene conciencia del gran pecado del mundo, que vive, como un eco, en su propio interior, y que él intenta superar a través de su vida, ayudando de este modo a que toda la humanidad pueda también librarse del mal.

Pero volvamos al privilegio del que disfrutan los pecadores en el cristianismo: la dimensión más escandalosa de la justicia divina. Recordemos la frase de Cristo que antes hemos referido (Lucas 15, 7): “Os digo que, del mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión.” De hecho, estamos tan acostumbrados a sacralizar, y con razón, los planteamientos de Jesús, que se nos olvida algo fundamental: a veces, el Mesías es irónico. Puede sorprendernos que exista la ironía en Jesús. Aparentemente, Él siempre declara con lisura lo que quiere decir. No obstante, recordemos las parábolas, que oscurecían un poco la claridad de sus enseñanzas (Mateo 13, 13; Marcos 4, 11-12; Lucas 8, 10).

En realidad, en las palabras de Cristo a veces, aunque sea en contadas ocasiones, despunta la ironía, como, en nuestro entender, ocurre en esta frase. Porque, efectivamente, los justos que no necesitan conversión o arrepentimiento no son justos. Constituyen ese tipo social y psicológico que nos surge en la parábola del fariseo y del publicano (Lucas 18, 9-14):

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:

Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo». Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.

Por consiguiente, ¡ay del justo que no necesita conversión! En realidad, está lleno, plagado de injusticia. Todos somos pecadores, algo que se nos revela en ese espejo perfecto del Padre Nuestro. Y, de este modo, todos nos integramos en esa invertida aristocracia del cristianismo, en que prevalecen los que fallan.

Como sabemos, esto lo aprendió Pedro de forma brutal: el héroe formado por una piedra orgullosa no podía haber sido el primer Papa. Pero el que negó a Jesús y, sobre todo –esto es lo importante y crucial–, el que lloró amargamente después de hacerlo (Mateo 26, 75; Marcos 14, 72; Lucas 22, 62), ése sí estaba preparado para ejercer de pastor de la primera cristiandad. ¿No son los Evangelios, además del anuncio de la buena nueva de Cristo, la confesión de una inmensa culpa, concretada en los fallos de los apóstoles? El séptimo principio de la justicia divina, el primado de los pecadores, termina fundiéndose con la primera máxima de esta lista legislativa: todos los humanos somos solidarios en el mal y sólo partiendo de la aceptación de esta condición nuestra podremos dar pasos seguros rumbo al bien.

No sería aceptable esta lista de principios legislativos divinos –la solidaridad en el mal; una realidad entremezclada de luces y de sombras, donde la claridad va poco a poco imponiéndose; el derecho al recorrido, al trayecto de la biografía de cada ser humano; el valor esencial del perdón; la importancia de la autocorrección como forma de cambiar el mundo; la igualdad ante Dios, lo que configura una democracia espiritual, donde cada uno es, también, sumamente individual; y, por fin, el privilegio, la preferencia por los pecadores, que no es más que un primado atribuido a toda la humanidad– si no añadiéramos a este catálogo los momentos en que esta justicia, tan abierta y suave, tan tolerante y amable, se revela también como algo duro, riguroso. De hecho, los Evangelios tienen una naturaleza paradójica; en realidad, la Biblia está plagada de paradojas (Halík Citation2017, 87) porque su sustancia más secreta es lo eterno y lo infinito, y el viaje rumbo a esta dimensión mayor implica recorrer una espiral de contradicciones.

De este modo el mismo Jesús que nos dijo que había que perdonar setenta veces siete veces (Mateo 18, 22) nos explica que el pecado contra el Espíritu Santo no tiene perdón (Mateo 12, 31; Marcos 3, 29). En este postulado se siente el amor intensísimo que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Jesús, siempre manifiesta respecto a las otras dos Personas de esa divina estructura. Cristo está dispuesto a todo por el Padre, y la ofensa contra el Paráclito despierta en Él una indignación apasionada que es infinita ternura, ternura transformada en llamarada. Suele decirse que el pecado contra el Espíritu Santo es el mal humano encerrado en sí mismo, transformado en una fortaleza inexpugnableFootnote17. Dios respeta la libertad humana, hasta el punto de no lanzarse al asalto de ese castillo, concediéndole incluso la enigmática eternidad del infierno. Pero no nos esforcemos demasiado: el cristianismo no es estrictamente lógico. Va mucho más allá de un simple planteamiento racional. Supera el cartesianismo de nuestro pensamiento. Todas las contradicciones se resuelven, tarde o temprano, en el magma del amor. Sí, hay faltas tan empecinadas en sí mismas, tan encerradas en su propia tiniebla, que no tienen perdón porque nada queda ya en ellas que quiera tenerlo.

Otra de las advertencias de Jesús relacionadas con este tema de la justicia divina es la necesidad de aprovechar esta vida, de no dejar que el tiempo pase sin hacer lo que debemos. Estos avisos son constantes, desde la parábola de los talentos (Mateo 25, 14-30) a la historia del rico y del pobre Lázaro (Lucas 16, 19-31). Se trata de un particular carpe diem espiritual. De hecho, nuestra biografía debe funcionar como un arcón de todo tipo de maravillas. El cristianismo, al contrario de lo que suele pensarse, no limita la existencia a través de un conjunto de normas, de reglas, que nos alejan de nuestro posible superhombre de perfil nietzscheano (Nietzsche Citation1998: 90). El mensaje cristiano no encierra al ser humano dentro de una camisa de fuerzas moral, sino que lo ilimita, introduciéndolo en los panoramas de lo eterno y lo infinito.

Y lo cierto es que, incluso cuando nos parece más áspera, doblando el cabo del amor e internándose en los mares del posible castigo, también la justicia divina resulta muy útil a la sociedad y a cada ser humano. De hecho, el pecado sin perdón contra el Espíritu Santo nos advierte de la posibilidad de que nuestro corazón se petrifique, de que nuestra alma se seque hasta devenir un desierto habitado por todo tipo de muertes. Podemos suicidarnos espiritualmente. Nuestra libertad también tiene ese horizonte. De hecho, hay momentos en que nuestras colectividades se acercan a esos páramos, a esa aridez atroz, casi irremisible, y lo mismo pasa con las personas. Pero, casi siempre, como en el relato de Dickens (Citation1995, 1-79), existe una noche de luz y de ternura en la que el calor regresa a nuestro corazón.

Por otra parte, en lo que respecta a la necesidad de vivir, de cabalgar entusiásticamente las horas de cada día, incluso los potros que corren en cada segundo, qué advertencia más maravillosa, más útil. Resulta tan fácil caer en un sonambulismo kafkiano, metido en la pesadilla de sí mismo: la sociedad, a veces, nos interna en este adormilamiento tumbado en los colchones de lo cotidiano. En el cristianismo, la palabra VIDA se escribe con mayúsculas, unas mayúsculas tan potentes que borran del diccionario la palabra “muerte”. Vivir viajando hacia la eternidad, sintiendo ya en las velas la brisa del paraíso.

Siete principios de misericordia, dos advertencias severas y, como gran finale, ese juicio escatológico que instaurará la perfección (Mateo 25, 31-46): un día de perpetua luz, según el Apocalipsis (21, 22-25). Ahí acabarán las oscuridades del dolor, del pecado. Este mosaico de bondades y maldades que es la realidad, inquietante tapiz de fulgores y tinieblas, se resolverá en un panorama de absoluta claridad. Lo que significa que todo lo negativo terminará teniendo un sentido positivo: el universo será un proceso perfecto, en el sentido etimológico de esta última palabra. El código legislativo divino concluye con esta explosión de rectitud y de felicidad, en la que todos podremos, si hacemos lo correcto, participar.

¿Merece la justicia divina, que aquí hemos esbozado, seguramente con muchas imperfecciones, todas las críticas que se le han dedicado, que se le dirigen aún hoy en día? Seguramente no. Sin embargo, con el paso del tiempo, el mensaje cristiano se transforma en la niebla de sí mismo. Es como una obra de arte sublime que, de cuando en cuando, hay que restaurar, para que recupere sus líneas iniciales y su puro color. Esa suele ser, efectivamente, una de las tareas de cada nueva generación católica y cristiana: volver a las fuentes donde vive el eco resplandeciente de la voz de Jesús para sacudir el polvo, las telarañas que se han acumulado sobre el verbo divino. Y, con frecuencia, este trabajo de restauro debe ser, más que un ejercicio de complejidad intelectual, un asumir gozoso de la sencillez límpida del mensaje evangélico. Cuanto más se parezca al murmullo del agua de un río que corre su propio amor –en suma: a eso que san Juan de la Cruz llamó, en abstracto, “soledad sonora”, “música callada” (Cruz Citation1990: 108)–, más cerca estaremos del tono necesario para transmitir la justicia divina. Aunque, a veces, también pueda ser necesario el oleaje de un grito que se indigna.

Hablar, pues, de Dios, del Padre, de Jesús, de su Santo Espíritu, como de grandes amigos. No verlos jamás como una teoría o un seco esquema moral, sino como una presencia viva. Entre la fe y la sociedad debe existir la intimidad de una línea de tren de cercanías. No le tengamos miedo a la poesía, a la franqueza más llana. Los Evangelios son una conmoción, no un sistema filosófico. La mente piensa después de que el corazón haya dicho que sí. Ante todo, regresemos sin cesar a la fuente de Jesús para que se derrumben los mitos que se construyen alrededor del cristianismo. Al catolicismo lo rodea siempre un baile de sombras condenatorias, una persecución que hoy en día es brutal en algunos países y más sutil en otros, pero que está ahí. Jesús nos avisó de esto en varias ocasiones (Mateo 10, 17-18; Marcos 13, 9-11; Lucas 21, 12-13). Por ello, no debe sorprendernos que principios esenciales de nuestra visión del mundo –como la necesidad de un gran océano de perdón en la vida social o la naturaleza pecadora del hombre, que a todos nos aúna, nos hermana en una misma necesidad de redención–, sean considerados nimios, ridículos e incluso potencialmente peligrosos.

No obstante, debemos seguir planteando estos principios. Porque, como hemos visto en este artículo, además de su verdad intrínseca, ellos hacen un gran bien social. Sólo el perdón construye las patrias de la paz. Sólo la conciencia de una culpa colectiva permitirá la solución de los problemas más acuciantes de la humanidad, como las cuestiones de injusticia social o las ecológicas. Sólo el interés por el otro, por el otro pecador, permitirá que nos salvemos, nosotros mismos, de nuestros pecados. Consideremos, además, la autocorrección como un gesto que ocurre en nuestra intimidad, pero, después, planta una nueva estrella en el cielo e ilumina el mundo. Más que una red de infinitas evaluaciones y vigilancias, una limpia conciencia humana es capaz de sacar de nosotros lo mejor de nosotros mismos. Cada ser humano tiene, además, pleno derecho a la gran aventura de su biografía, un recorrido vital que constituye, igualmente, un deber moral y en el que puede perderse o salvarse.

Una última pregunta: ¿debería ser la justicia presente en los Evangelios la que rigiera también, desde un punto de vista jurídico, a las sociedades humanas? Aunque sea grande la tentación del “sí”, la respuesta correcta es, en nuestra opinión, “no”. De hecho, el reino de Jesús no es de este mundo (Juan 18, 36). Por otra parte, los códigos divinos se basan en la libre aceptación de cada uno de nosotros. En ellos, no hay cárceles ni policía, sino, sencillamente, una confianza entrañable en los rumbos de las almas y de las vidas de cada uno de nosotros. Cristo no quiso ser rey de Israel (Juan 6, 15), lo que pareció absurdo e incomprensible a muchos de sus seguidores. Del mismo modo, podemos considerar ilógico que la ley divina no se imponga, formalmente, en la sociedad humana. Pero creemos que así debe ser. Donde la ley de Dios debe triunfar es en nuestro corazón y, después, en el gran río de nuestros actos. Y así llegará a la sociedad. A través de nuestras vidas.

Sin embargo –acabamos de decirlo–, la justicia humana se vuelve más luminosa cuando se inspira en la divina. Sería bueno que las leyes de los hombres se fueran dejando empapar por el amor esencial de las normas evangélicas. No obstante, habrá siempre una distancia, un desenfoque entre estas dos realidades. Quizá eso ocurra a causa de la dureza de nuestro corazón, como dijo Jesús cuando discutía el tema del matrimonio (Mateo 19,8). No obstante, mejoremos siempre nuestras leyes con humildad, sabiendo que es imposible reproducir en la sociedad humana algo que sólo puede ocurrir al final de los tiempos. Y, sobre todo, no perdamos de vista el telón de fondo cristiano de Occidente porque, sin esa presencia en los escenarios de nuestro cotidiano, todo lo que hagamos se desviará de sus buenas intenciones iniciales, transformándose en la caricatura de sí mismo.

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Notes on contributors

Gabriel Magalhães

Gabriel Magalhães (Luanda, 1965). Profesor de literatura en la Universidad de Beira Interior (Portugal). Fue también docente en la Universidad de Salamanca. Especializado en literatura portuguesa del siglo XIX, española de los siglos XIX y XX y, además, literatura comparada. Escribe en portugués y castellano. Principales estudios académicos: Estar Entre (2007), Garrett e Rivas: O romantismo em Espanha e Portugal (2009). Ensayista, con varios libros sobre temas ibéricos: Los secretos de Portugal (2012), Como sobreviver a Portugal (2014) y Los españoles (2016). Como novelista, ha publicado cinco títulos. Obras sobre temas de espiritualidad: Espelho Meu (2013), O Mapa do Tesouro (2015) e A Casa da Alegria (2019). Ha sido traducido al castellano, catalán e italiano. Colabora en el diario La Vanguardia, de Barcelona.

Notes

1 Las flores del mal.

2 “Al lector”.

3 “Tú lo conoces, lector, ese monstruo delicado,/– Hipócrita lector, – mi semejante, – mi hermano!”

4 “Pues bien, señores míos: el Cristianismo fue la Revolución del mundo antiguo; la Revolución no es más que el Cristianismo del mundo moderno”.

5 El ruido y la furia.

6 Si esto es un hombre.

7 “Hemos viajado hasta aquí en vagones sellados; hemos visto partir hacia la nada a nuestras mujeres y a nuestros hijos; convertidos en esclavos hemos desfilado cien veces ida y vuelta al trabajo mudo, difunta el alma antes de la muerte anónima. Nosotros no regresaremos. Nadie debe salir de aquí, ya que podría llevar al mundo, junto con la señal impresa en su carne, la mala noticia de cuanto, en Auschwitz, ha sido el hombre capaz de hacer con el hombre.”

8 “mala noticia”.

9 “Nosotros no regresaremos.”

10 Vigilar y castigar.

11 “En el viraje de los dos siglos [XVIII y XIX], una nueva legislación define el poder de castigar como una función general de la sociedad que se ejerce de la misma forma sobre todos sus miembros, y en la cual cada uno de ellos está igualmente representado […]”.

12 “una justicia que se dice «igual»”.

13 “tiene por lo tanto el mismo coste para todos; mejor que la multa, ella es el castigo «igualitario»”.

14 “transformar a los individuos”.

15 “El orden que debe reinar en los reformatorios puede contribuir poderosamente a regenerar a los condenados; los vicios de la educación, el contagio de los malos ejemplos, la ociosidad… han generado los crímenes. Pues bien, intentemos cerrar todas esas fuentes de corrupción; que las reglas de una moral sana sean practicadas en los reformatorios; que, obligados a un trabajo que ellos acabarán amando, cuando recojan su fruto, los condenados allí contraigan el hábito, el gusto, y la necesidad de estar ocupados; que ellos se den, los unos a los otros, el ejemplo de una vida laboriosa; esta se transformará pronto en una vida pura; pronto empezarán a sentir el remordimiento del pasado, primer anuncio del amor a los deberes.”

16 Roma, ciudad abierta.

Referencias

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  • Blasco Ibáñez, Vicente. 2007. Los cuatro jinetes del apocalipsis. Madrid: Espasa Calpe. [1916]
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  • Dickens, Charles. 1995. Christmas Books. Ware: Wordsworth Classics. [1843-1848]
  • Font, Pere Lluís. 2016. Cristianisme i modernitat: Per una inculturació moderna del cristianisme. Barcelona: Cruïlla/Fundació Joan Maragall.
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  • Ratzinger, Joseph. 2005. Introdução ao Cristianismo: Prelecções sobre o «Símbolo Apostólico». Traducido por Alfred J. Keller. Cascais: Principia. [2000]
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