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La década del 70 en el Cono Sur: Discursos nostálgicos que recuerdan la revolución y escriben la historia

Pages 43-62 | Published online: 07 Aug 2010

Abstract

This article explores how different authors who suffered the violence of the 1970s and 1980s revolutionary movements and military dictatorships in the Southern Cone countries of Latin America look back from a post-dictatorship present to write the history of their recent past. Nostalgia and critical reflection join forces to recreate the feelings of loss of individuals whose identities crashed due to the failure of political projects that once were conceived as messianic, as well as to critically reclaim the past in order to construct alternative futures for themselves as individuals and for the community. The article focuses mainly on the Chilean Diamela Eltit's novel Jamás el fuego nunca (2007), in which an old couple of former revolutionary militants of the Left imprisoned in a claustrophobic space—an old bed—explore their past as militants and as a couple to understand and question notions of individual and collective identity in the aftermath of traumatic and tumultuous experiences. The novel is read in the context of other narratives such as Chilean Luz Arce's testimonial, El infierno (1993) and Argentine political scientist Pilar Calveiro's essays, Poder y desaparición (1998) and Política y/o violencia (2005), among others. This article's theoretical contribution lies in its emphasis on the ethical consideration of listening to all of the narratives that speak to us about that era cognizant of their differing motivations, desires, tonalities, and subjective trajectories. Only by paying close attention to the polyphony of voices and documents about the past—especially those that speak to us from a time of subjective crisis and trauma—can we achieve a true sense of historicity.

¿Cómo recordar el fracaso de un proyecto de vida? ¿Cómo hablar de vidas que desaparecieron sin aparentemente dejar huellas que como ascuas volvieran a arder moviendo a la acción? ¿Cómo contar el fracaso de un proyecto político que se había concebido como mesiánico; vehículo revolucionario amplio, alternativo, capaz de tomar el poder del Estado? Estas preguntas sobre los movimientos revolucionarios de la década del 70 en el Cono Sur, las “guerras sucias” que marcaron a una generación de argentinos, chilenos y uruguayos, han producido en el período de la transición democrática numerosas reflexiones desde géneros variados: testimonio, ensayo político-histórico, biografía, narrativa de ficción, drama, documental y cine. A pesar de las distintas perspectivas de estas reflexiones y de las diferencias de propósitos de las mismas, hay un punto común que las une y éste es la necesidad de entender lo político, lo social, desde lo individual o viceversa.

Cuando en 1993 una mujer de la clase media baja chilena, Luz Arce, publicó El infierno, testimonio de cómo la turbulenta historia de su país a comienzos de los 70 la atrapó en su violencia, transformándola en miembro del partido socialista del Presidente Salvador Allende, prisionera política, víctima de la tortura, colaboradora de la policía secreta del General Pinochet, y traidora de sus camaradas de izquierda, su relato no era único. En verdad, su historia reflejaba la de miles de víctimas de los movimientos contra-revolucionarios neoliberales. Sin embargo, la importancia de este testimonio y las apasionadas críticas que el mismo despertó se deben a que Arce en El infierno, así como en sus declaraciones ante la Comisión de la Verdad, los juicios de derechos humanos, y una larga y rica entrevista de varios años, del 2002 al 2007, con Michael Lazzara (material que aparece en Luz Arce: después del infierno del propio Lazzara),Footnote 1 muestra esa zona gris y tabú donde víctimas y victimarios se confunden en la dinámica de complicidad y coerción. Por otra parte, cuando Arce trata de re-crearse una subjetividad con los trozos de un ser quebrado por la tortura y el trauma, desde la inestabilidad de quien se presenta como una mujer cristiana profundamente arrepentida -una sobreviviente que a pesar de hacer pública sus debilidades humanas ante condiciones límites se reconoce agente útil en la búsqueda de justicia social-subraya las dificultades de reconciliación individual o colectiva después de la represión. Asimismo, las variantes discursivas en los testimonios de Arce, lo que ella escribe en El infierno y lo que Lazzara transcribe en Después del infierno, explicitan la tesis de Lazzara sobre la constante evolución de los testimonios del trauma, de acuerdo a las distintas circunstancias históricas desde las que se los narra. Yo diría que lo dicho sobre los testimonios del trauma es válido para la narración de la historia, ya que la misma puede ser entendida como una sucesión de traumas y distintas voces, relatos, actores, y/o hechos se iluminan desde diferentes ángulos de acuerdo al momento y circunstancias desde los que se narra.Footnote 2

En dos libros de ensayo, donde la vivencia personal aparece sólo como mirada crítica más cercana e informada de los hechos que se analizan desde la perspectiva de las ciencias sociales y la historia, Poder y desaparición (1998) y Política y/o violencia (2005), la argentina Pilar Calveiro se aproxima a la guerrilla y el poder “desaparecedor” de los años 70 en la Argentina con una intención liberada de nostalgias o justificaciones personales. De esta manera, la historia de “las guerras sucias” se incorpora en una historia mayor que deja al descubierto la violencia que caracterizó la política argentina del siglo veinte. Una historia homogeneizadora que tras polarizar a la nación en grupos de buenos y malos, patriotas y apátridas, según apoyaran o se opusieran al poder monopolizador del Estado, aniquiló con la fuerza militar toda posición alternativa y disidente. La historia argentina contemporánea que refleja con distintos matices la historia de Chile y Uruguay, se inserta en una historia aún mayor que es la de la política internacional y económica de Estados Unidos en su papel protagónico dentro de la dinámica de la Guerra Fría. La América anglosajona, que en palabras del Darío de 1905 guarda “el culto de Mammón”, tras la vuelta de fortuna que resultó de la Revolución Cubana, no podía permitir que la otra América, “nuestra América”, mostrara fisuras. Calveiro explica:

En el contexto de la Guerra Fría, Estados Unidos debía asegurar su hegemonía en el continente, como paso primero e indispensable para alcanzar posteriormente la hegemonía mundial. … En ese escenario era inadmisible la posibilidad de cualquier proyecto alternativo que no dejara a los países americanos bajo el control absoluto de Estados Unidos. Ni el socialismo democrático de Allende, ni un peronismo de raíz nacional-popular con influencia de sectores radicalizados, ni la alianza política de la izquierda uruguaya con fuerte presencia del comunismo, a pesar de sus diferencias ostensibles, resultaban “tolerables” para un proyecto de apertura y penetración profunda de las economías, las sociedades y los sistemas políticos que no admitía freno ni contraparte. (Calveiro, Poder y/o violencia 188)

Hacer visible la historia de violencia argentina que entre 1930 y 1976 enmarcó un proceso en el cual las Fuerzas Armadas fueron tomando un rol cada vez más protagónico hasta ocupar el “núcleo” del Estado, le permite a Calveiro, por una parte, mostrar cómo la sociedad civil apoyó en distintos momentos y reclamó por diferentes intereses la participación militar, haciendo posible la aparición de “un poder autoritario, golpista, y desaparecedor”, aunque ni ese apoyo ni reclamo implicara un poder homogéneo (Calveiro, Poder y/o violencia 73). Por otra, le permite explicar el origen de la violencia militar como arma de quebrantamiento individual en los campos de concentración, donde se disciplinaba, docilizaba y aterraba al cuerpo social, haciendo desaparecer a sus miembros más rebeldes, tal como previamente se había disciplinado, docilizado y aterrado en los cuarteles al cuerpo militar, haciendo desaparecer todo rasgo de subjetividad en el soldado para que aceptara la orden de matar y la posibilidad de morir. Asimismo, le permite subrayar el proceso de creciente militarización y borramiento de lo político en los grupos de jóvenes revolucionarios, tanto en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) como en Montoneros. Los movimientos armados no sólo se atrevieron a desafiar el monopolio del Estado en el uso de la fuerza, lo que acarreó sobre ellos la brutal represión de las Fuerzas Armadas, metonimia del Estado, sino que reprodujeron las mismas jerarquías y reglamentos militares en su propia organización, minando el espíritu de sus integrantes al impedir canalizar disidencias, penalizando toda forma de desacuerdo que permitiera retomar el proyecto político perdido. Ambos hechos explican desde la reflexión honesta de Calveiro el fracaso de los revolucionarios, aún antes del golpe de Estado de 1976.

Tanto los testimonios de Luz Arce como las reflexiones histórico-políticas de Calveiro,Footnote 3 ambas apresadas por la violencia represiva de la fuerza del Estado y con diferente grado de conciencia de su responsabilidad en el proceso del que formaron parte, apuntan a las necesidades del presente desde el que escriben; presente marcado por la globalización y la política de mercado del neoliberalismo. Desde este presente buscan, en el caso de Arce, la aceptación de su persona, que arrastra un cuerpo torturado y traidor, pero también sobreviviente y arrepentido, en el seno de una nación que tal como vimos en la historia argentina, internalizó la militarización, prefiriendo héroes muertos a sobrevivientes arrepentidos. En el caso de Calveiro y desde su perspectiva ética, busca las conexiones entre la lógica de los movimientos armados y la del presente de diversidad, multiplicidad, descentralización del poder del Estado, y democracia.Footnote 4 Si me he detenido en dos maneras diferentes de revisar y recordar los movimientos revolucionarios de los 70 y sus consecuencias a nivel personal y colectivo es para contextualizar la propuesta estética de Diamela Eltit que desde la narrativa de ficción intenta dar voz e imagen a militantes y proyectos políticos desaparecidos. Desde ya, recuerdo algo sabido por todos y es que la literatura no reproduce ni retrata ningún momento histórico, sino que de lograrlo, representa por medio del uso estratégico y muchas veces tenso del lenguaje las pasiones de individuos que hacen posible la creación de ese momento.

ESTÉTICA DE LA DESAPARICIÓN: JAMÁS EL FUEGO NUNCA DE DIAMELA ELTIT

En 2007, con la publicación de Jamás el fuego nunca, Eltit incorpora su discurso narrativo a la reflexión del pasado: el pasado revolucionario de los 70. La autora no ha estado nunca ajena a la problemática de ensayar propuestas narrativas de vanguardia que pudieran dar cuenta del presente de violencia en el cual su producción literaria se inscribe presentándose como posibilidad de abrir espacios en el imaginario de los lectores y levantando parcialmente las mordazas reales e imaginarias impuestas por un régimen de censura dictatorial, en un primer momento, y luego, por las imposiciones del mercado neoliberal con respecto a la literatura y las ventas de libros dentro y fuera de fronteras. La vuelta a los 70 le presenta ahora un desafío. Como en el caso de los ensayos de Calveiro, Eltit se enfoca en el poder “desaparecedor” del Estado. Narra ella la violencia que hizo desaparecer cuerpos y políticas disidentes para hacer sentir, desde la literatura, y con las tensiones de una estética de vanguardia que se opone al facilismo sentimental de otra estética de corte burgués, la desaparición de un proyecto político y cultural. Por supuesto que hablar de una estética de la desaparición encierra una paradoja. Si se tematiza la desaparición es porque realmente lo desaparecido continúa o tiene la posibilidad de continuar como latencia. En este sentido y, como ejemplo, es simbólico el asombro que produjo la noticia del error en la identificación del cadáver del joven militante chileno Frenando Olivares Mori. La ciencia forense se había equivocado y los huesos de Fernando, ruina de un cuerpo desaparecido en 1973, y que ocuparon el papel protagónico en el documental de Silvio Caiozzi, Fernando ha vuelto (1998), no eran realmente los suyos. En ese momento se tomaba conciencia de la imposibilidad de saber a ciencia cierta lo que había ocurrido en el huracán de violencia histórica de los 70. Sin embargo, el error, respetando el dolor causado a la familia Olivares Mori, que no encuentra posibilidad de cerrar la herida del trauma de la muerte de Fernando, deja abierto, como un crimen continuado, la desaparición de miles de cuerpos que se intentaron borrar. Paradójicamente, también deja abierta la posibilidad de escuchar esas voces silenciadas, pero no acalladas definitivamente bajo el peso de una tumba. Como dice la dramaturga argentina Griselda Gambaro en Antígona furiosa (1986), “!Los vivos son la gran sepultura de los muertos!” (202), y la sepultura hecha por cuerpos vivos versus la tumba que encierra cuerpos muertos mantiene vivos sus reclamos, aciertos y fracasos, integrándolos en la comunidad.Footnote 5

En esta novela de Eltit, es el Vallejo de Poemas humanos quien le da la clave poética para realizar el acto de excavación alegórica que haga posible el resurgir de los revolucionarios viejos al borde de la muerte o ya muertos. En “Los nueve monstruos” Vallejo escribe: “Jamás el fuego nunca/jugó mejor su rol de frío muerto!” (epígrafe de la novela de Eltit). La muerte a la que el poema alude ilumina un presente de sufrimientos y dolores que se multiplican como si fueran producto de una máquina poderosísima. La Guerra Civil española (1936–39), contemporánea a la escritura del poema, no es sólo sitio de reflexión sobre el dolor humano, sino un evento que demanda que el poeta se vuelva cronista del fuego que arde más allá de la aparente frialdad de la muerte. Le corresponde al poeta hacer vivir una historia silenciada por muertes, desapariciones, y borramientos de identidad. El poeta, que canta el dolor de los hombres, desde el del Dios humano crucificado (“de ver al pan, crucificado”) a los que pasan por la vida sin dejar huella, esos “otros que no nacen ni mueren (son los más)” debe rescatar esas vidas, ese fuego, que sin sus versos quedarían en la insoportable condición de desaparecidos. El acto poético devela la mejor performance del fuego: su rol oximorónico de frío muerto. Eltit invoca el poder poético de Vallejo desde el título de la novela para comenzar a crear el espacio habitado por esos “muertos” que esperan recobrar vida en la ficción.

¿Cómo se crea desde la literatura el espacio desaparecido y cómo las voces silenciadas, entendiéndose por éstas tanto a los militantes desaparecidos, como al fracaso de sus proyectos políticos? Calveiro indica que el espacio “desaparecedor” en Argentina eran los campos de concentración, “quirófanos” donde se realizaba “la cirugía mayor” que convertiría al país caótico en otro país ordenado (Calveiro, Poder y/o violencia 68). Esos campos, ya sea en Argentina, Chile y Uruguay, se han convertido en museos y monumentos que mantienen viva la memoria de la zona gris en la que sigue coincidiendo el poder desaparecedor, con todas sus variantes de violencia y tortura, y los desparecidos. Tanto museos como monumentos crean una dinámica especial que permite que el pasado resurja fragmentariamente incorporándose al presente.Footnote 6 Sin embargo, Eltit en Jamás el fuego nunca no opta por este espacio, sino por el de una cama vieja, sin marcas distintivas, cuyo valor alegórico radica en ser el espacio último de una pareja mayor de ex militantes. Esta cama se la piensa como forma densa y ambigua que permita re-crear, en su complejidad y fracasos, los sueños de vida y los proyectos políticos de estos ex militantes.

Eltit declaró en una entrevista que “el desafío de la novela era cómo mantener esta gente en la cama y erradicar de la cama el deseo”. Lo difícil era crear una “cama pensamiento, cama memoria, cama cuerpo pero no cama deseo” (Hasbún and Silva). Los espacios en la novelística eltiana siempre han jugado un rol importante. Si se piensa en su primera novela, Lumpérica (1983), por ejemplo, la plaza pública donde se desarrolla la acción de la protagonista, prosopopeya de la luz que permite la aparición de los marginados, el lumpen, y la inmersión y transformación de la protagonista en la comunión con ellos, deja de ser metonimia de la polis. Es una plaza que no representa el espacio público ocupado por el pueblo como demos que muestra su poder en ese espacio. Bajo el poder militar del Estado en plena dictadura, la polis se suspende, no hay garantías y no hay pueblo, y sólo gracias a los rituales prosopopéyicos de la protagonista, en la plaza pública se pude ver fragmentariamente a los sectores más marginados y desposeídos de la población.Footnote 7 La cama, como el espacio de pensamiento, memoria, cuerpo de la revolución de los 70, presenta mayores problemas que la plaza como espacio de la polis suspendida. Su mayor dificultad no radica en eliminar la carga erótica de larga tradición literaria de ese espacio, sino en mostrar la cama como lugar de excavación, como ruina, de donde surjan los retazos, los despojos del pasado. Es difícil ya que para encontrarla hay que cavar en toda la ciudad, en todo el país. En el último capítulo de la novela se alude a cómo se llega a la cama que mantiene a la pareja de ex militantes: “dicen que estamos sucios, enfermos, paralizados, que tienen que bañarnos, que relegados a la trastienda de cada una de las casas que aún existen en la ciudad (se refieren, claro, a las viejas construcciones) las contaminamos con nuestros olores imposibles” (Eltit, Jamás 165). La multiplicidad de espacios abandonados, que señalan con olores nauseabundos la existencia de algo, de alguien en estado de descomposición subraya la urgencia con que la ruina, en este caso la cama, demanda ser descubierta. La cama pensamiento-memoria, y cuerpo de la revolución de los 70 es tanto la ruina, lo que queda de esta pareja fantasmagórica de militantes izquierdistas que dejarán conocer centelleos de la historia, como el lugar de dónde se extrae la ruina, los relatos fragmentarios de la historia. Para Walter Benjamin: “For authentic memories, it is far less important that the investigator report on them than he mark, quite precisely, the site where he gained possession of them” (“Excavation” 576). Benjamin subraya la importancia del lugar de la excavación, de marcar el sitio donde se encuentran los residuos del pasado en el presente, porque en su llamado ético a la recuperación de las víctimas del pasado, en ese centelleo que hace posible la ruina, el pasado se inscribe en el presente como latencia. Si la ruinosa cama es metonimia de los ruinosos cuerpos de la pareja de militantes desaparecidos en la nueva dinámica del neoliberalismo, así como de la política que los movió en un pasado no remoto a la revolución, también es metonimia de una época fuertemente ideologizada que abrazaba con una pasión violenta los cambios. La cama como lugar de donde se extraen las ruinas así como ruina de un pasado revolucionario y represivo es en la novela una alegoría. A este respecto, y volviendo al pensamiento de Benjamin, hay que recordar que: “allegories are in the realm of thoughts, what ruins are in the realm of things” (Origin 178). Estas alegorías surgen en el ámbito intelectual (el espacio de los pensamientos), por medio del recuerdo voluntario que cava en la memoria como “médium” y no como “instrumento”, como propone Benjamin, para explorar el pasado (“Excavation” 576). Así se entiende el desafío estético que le presentó la cama a Eltit.

La cama es el lugar donde la pareja se violenta mutuamente para no ser desalojados por la pierna, el pie, o el brazo del otro. Paradójicamente, y al estilo del Juan Rulfo de Pedro Páramo, es también el espacio donde los personajes se confunden con sus fantasmas y con los fantasmas de todos los militantes de las distintas células políticas que integraron. El tiempo cronológico se suspende; el pasado, presente y futuro se anudan y desanudan permitiendo que se cuestionen las vidas individuales y la historia, lo particular privado y lo colectivo público:

… esta cama que consumó la muerte y que nos condena a una espera que se reafirma como espera y que sólo parece capaz de acumular decenios (milenios) de desgaste y de ruina, de células muertas, de decadencia en almohadas o en las sábanas absolutamente descoloridas, … un rectángulo tenue que alguna vez fue luminoso y exacto. (65)

La cama eltiana impulsa a “la nostalgia reflexiva”, a la cual como propone Svetlana Boym, le concierne el tiempo histórico e individual y “the irrevocability of the past and human finitude” (49), valorando los fragmentos traumatizados de la memoria y temporalizando el espacio. A diferencia de “la nostalgia restaurativa”, sobre la que también teoriza Boym, “la nostalgia reflexiva” no intenta restaurar un tiempo pasado, sino que vuelve al mismo desde una perspectiva crítica y con la conciencia de que ese pasado es irrevocable. Sin embargo, es importante para que exista un futuro hacer volver al presente sus fragmentos traumatizados. Es esta “nostalgia reflexiva” la que mueve los discursos tanto testimonial, como histórico y ficticio que nos ocupan en este trabajo y la que predomina en un gran número de relatos de los últimos diez años que centrándose en reflexiones de la militancia y luchas armadas de la década del 70, se enfrentan con problemas de subjetividad, memoria e historia. Por supuesto, que esto no indica un discurso único y crítico sobre la década del 70 en el Cono Sur. Existen relatos que recuperan el pasado fetichizándolo. La restauración del pasado le permite al sujeto de la enunciación construir su subjetividad al tiempo de contar la historia o reconstruir ciertos protagonistas icónicos de la Izquierda. Un ejemplo de este relato sería la película Salvador Allende (2004) del reconocido documentalista chileno Patricio Guzmán.Footnote 8

¿Quién narra en Jamás el fuego nunca; quién habla desde la ruinosa cama? ¿Se trata de un lenguaje prosopopéyico de la cama? La narración se realiza desde el “yo” de la mujer que ocupa la cama. Es un “yo” que demanda una explicación del proceso que cambió el proyecto político de la militancia estudiantil en una organización militar, jerarquizada, que clausuró la revuelta que proponía nuevas relaciones en cuestiones de género, de familia, de relaciones personales, de pareja, etc. La demanda de esta narradora, cuyo conocimiento está limitado a su rol de personaje, le hace tener a su lado al compañero de vida y militancia política y militar, quien nunca responde sino con carraspeos y monosílabos que ratifican su presencia y silencio.

LA MORBOSA PERSISTENCIA DE LOS GÉNEROS

La relación de la pareja de ex militantes atados al espacio ruinoso de la cama muestra la decadencia no sólo de la vejez y de los proyectos políticos de la juventud, sino la crisis de la masculinidad. Es el cuerpo deteriorado de él el que debe ser cuidado por ella, quien aunque asimismo debilitada por los avatares del tiempo y la historia, no sólo lo cuida sino que excava en el pasado para encontrar su subjetividad. En el cuerpo ruinoso del compañero que se tiende a su lado y en su relación de años con ese hombre debe encontrar las respuestas a su ser en la historia.

La militancia le dio a ella un lugar que tenía el potencial de cambiar los roles tradicionales de los géneros, lo masculino/femenino, en el nuevo proyecto revolucionario político que estaban forjando. Sin embargo, ese potencial de cambios se aborta en una relación que reproduce el poder patriarcal. Ella sin saberlo se convierte en una extensión de la voluntad de actuar de él. Al volver al pasado de su actuación en la primera célula que integraron y al momento en el que ella expresa su disensión ante el grupo entiende “que había actuado como parte tuya, que eras tú quien me había empujado de manera misteriosa a generar el disturbio, ese que tanto necesitabas para validar tu precisión” (Eltit, Jamás 61). La cuestión del género en la militancia política se representa como una trampa que hace desaparecer el proyecto político con sus posibilidades de cambio por un orden altamente jerarquizado y militarizado que insiste en la inamovilidad de los géneros.

En uno de los pasajes más enigmáticos e irónicos de la novela, la persistencia morbosa de la performance femenino/masculino lleva tanto a la captura de la pareja que había pasado a la clandestinidad, como a la crisis de la masculinidad de él. Ella que había aceptado la vida austera de un soldado y “secundaba” y “apoyaba” las estrategias creadas por él para actuar en la clandestinidad es seducida por un vestido que se describe como metonimia de todas las trampas del mercado. La feminidad que se había optado erradicar por medio del abrazo austero de la militancia estalla desaforada y escandalosamente por el deseo de un vestido “tortuoso, diseñado para seducir y huir de los avatares de una historia” (111).

La mascarada de lo femenino, “el vestido tortuoso” y seductor, los zapatos “negros y aguzados” y el lápiz labial muy rojo llaman la atención al cuerpo de mujer que de militante clandestina se convierte en presa de la represión militar y hace que su compañero caiga prisionero también. La exageración de lo femenino es el gatillo que acelera la crisis de la masculinidad de él. Ante el miedo de que el embarazo de ella sea fruto de las violaciones sufridas en prisión, él insiste en que aborte. Su fracaso ante la fuerza del cuerpo de ella que no acepta las órdenes que él dicta lo empuja al mutismo, la apatía y lo limitan al ruinoso espacio de la cama.

La máscara de lo femenino, asimismo, trae otro nivel de lectura que problematiza aún más la trampa del género y permite que la performance de lo femenino se lea en dos tiempos simultáneos: la época del horror y la tortura de la dictadura, y la época de la posdictadura, el presente de la protagonista-narradora. En el pasado, tanto su compañero de militancia como la represión militar que los atrapa parecerían culpar a ese cuerpo de mujer por la traición que hizo al patriarcado, como forma hegemónica de poder.Footnote 9 Es ese cuerpo femenino el que traiciona el austero militarismo de la clandestinidad. Es ese cuerpo femenino el que traiciona el papel tradicional que debería haber ocupado como esposa y madre en el espacio inamovible de la familia, para la ideología militar. La traición en ambos casos se castiga intentando dominar la fuerza de la sexualidad femenina. Como ya se dijo, su compañero le pide que aborte. Por otra parte, la represión la viola. Sin embargo, en los mecanismos del poder masculino se sienten las debilidades de ese poder hegemónico y es el cuerpo torturado de ella el que temporaria y paradójicamente triunfa. Tiene a su hijo, aunque el niño y las alusiones alegóricas que esa nueva vida traía también mueran con él. La mujer piensa: “No alcancé a dar a luz el siglo que venía. El niño, el mío, nació muerto después de mi muerte. Un parto estéril” (162).

Desde el presente de posdictadura, el maquillaje de lo femenino apunta, por lo menos a dos direcciones diferentes. En una, se podría leer el re-hacerse, lo que el vocablo en inglés indica muy acertadamente, “make-up”, de los cuerpos traidores de mujeres como Luz Arce, por ejemplo, para citar un caso del que nos ocupamos en este trabajo. Arce “se maquilla”, si se me permite usar esta expresión, con la subjetividad de la mujer profundamente cristiana, arrepentida, dentro del contexto de la tradición cristiana, madre, y esposa, que reclama, desde esa performance de lo femenino, ser aceptada en la sociedad que la expulsó, después de haberla capturado en el torbellino de su historia. Parecería, o así le parece a Arce, desde su subjetividad inestable que parte de un terreno de indeterminación, como señala Lazzara en Luz Arce, donde ella no es ni completamente víctima ni victimaria, que “el maquillaje de lo femenino” se le impone nuevamente, con otro peso, que se ajusta a su experiencia y años.

Asimismo, la máscara de lo femenino podría excavar de la memoria de la dictadura el rostro maquillado de otra mujer, la joven estudiante Karin Eitel, quien maquillada para cubrir los rastros de la tortura apareció en la pantalla del Canal 7 chileno (C.N.I.), en 1987, leyendo públicamente la carta de su arrepentimiento por haber sido miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. El escritor chileno Pedro Lemebel, quien rescata el lamentable episodio de Eitel, que drogada se le hizo leer un documento, claramente no escrito por ella, para probar que en el Chile de Pinochet no se torturaba, se refiere a “la cosmética de la tortura”. Lemebel indica cómo los productores televisivos habían maquillado a Karin Eitel, de “muñeca”, valga la redundancia, sin voluntad, para negar las denuncias de la violación de los derechos humanos en el Chile dictatorial. Lemebel excava en la memoria, cuya imagen es la de una pantalla televisiva que se la compara a una pecera, donde se ahoga el rostro maquillado de Karin:

En su tono tranquilo, impuesto por los matones que estaban detrás de las cámaras, se traslucía la golpiza, el puño ciego, el lanzazo en la ingle, la caída y el rasmillón de la cara tapado con polvos Angel Face. Como una muñeca sin voluntad, obligada a permanecer con los ojos fijos, maquillados de puta. (Como con rabia le tiraron el azul y negro en los párpados). Sus ojos recién abiertos al afuera, … Y después de tanta oscuridad y búsqueda y denuncia, los ojos de la Karin sin expresión, abiertos de par en par para la televisión chilena, para la familia chilena tomando el té a esa hora del noticiario.

El pasaje más enigmático y paródico de la novela de Eltit se carga de fuerte densidad simbólica que permite atravesar los tiempos y hacer actuar el pasado en el presente.

OJO/MIRADA; CÉLULA/ORGANISMO: LA MIRADA DE LA HISTORIA

La muerte mueve a un enfoque biológico (“la máquina de muerte exterminando a la máquina celular”, (Eltit, Jamás 65) que actúa como alegoría de todas las ruinas humanas. Nuevamente la cama, de donde se excava el pasado de la pareja, permite la reflexión sobre las relaciones entre el órgano de la vista, el ojo, y el cerebro, así como las distintas miradas que el cerebro ordena.

En el capítulo séptimo de la novela, aunque los capítulos que la integran están sin numerar ni titular, subrayando la calidad de fragmentos de la memoria, la narradora se detiene en el aparente juego, y como todo juego repetitivo y ritualista, de escudriñar el ojo del otro. El ojo se presenta como algo “horrible” con su intrincada arquitectura. Lo horrible del órgano es la incomprensible relación que el mismo guarda con un ente central, el cerebro. La mirada, la acción del órgano de la vista, es por lo tanto ajena al ojo; sigue las órdenes del cerebro. La mujer dice, “No consigo entender la naturaleza de tu ojo ni el mío y sólo presumo la mirada … una mirada cerebral, la tuya o la nuestra, una mirada de raíz nerviosa aunque dominada enteramente por un cerebro que nos acostumbramos a administrar” (Eltit, Jamás 56).

La incomprensión del sistema orgánico que culmina en una mirada particular sirve de puente a otro sistema igualmente incomprensible, igualmente dominado por un centro de poder que no se conoce cabalmente, y que culmina con una mirada carente de sentimentalismos, la cual (super)visa la acción militante de la pareja. El ojo que es la ventana negada al cerebro que ordena la mirada de ese ojo introduce la reflexión sobre las células políticas que en distintos tiempos integró la pareja.

En un paralelo alegórico que intensifica la crítica del poder, Eltit subraya las zonas grises de la organización revolucionaria, aunque lo escrito se puede aplicar a cualquier sistema. La narradora quiere saber cómo llegó a ocupar el puesto que tuvo en la primera célula. Desea saber si actuaba por voluntad propia o si todos sus actos, como la función de “estudiosa copista” (57) que desempeñaba, eran copias prolijas de las órdenes de un poder central que le es a ella, y también a su compañero, pese a la superior jerarquía que había adquirido en la organización, desconocido. Similar a las funciones del ojo, las funciones de los miembros de la célula se serializan, se automatizan. La virtud principal de los militantes es la discreción y la disciplina. Estos cuerpos disciplinados que cumplen puntillosamente las órdenes de un “cerebro central”, se condenaron al elitismo marginal de su militancia al cortar su relación con las bases. Se condenaron a ser “los custodios” (62) de ellos mismos.10

Las preguntas de la narradora y el silencio del compañero tendido en la cama muestran dos miradas diferentes a la historia. Ella quiere saber. Mira de frente su propia ruina, la ruina del cuerpo que tiene a su lado, la ausencia de su hijo, y los cuerpos decrépitos de los ancianos que cuida, proyección fantasmagórica de ellos mismos, ahora reducidos a las funciones celulares de sus organismos, sin ilusiones, sin fe en lo que fue una vez su militancia. Como Benjamin, esta mujer se acerca a la historia a través de los desechos. Afectada ante las ruinas que la rodean, cuestiona su rol en la historia, sus propios deseos de poder, las huellas sexistas dentro del proyecto utópico. Quiere saber mirar de frente el fracaso, para poder dirigir una mirada al futuro.

Por otra parte, el ex revolucionario cierra sus ojos a la excitación nerviosa con que las preguntas de su compañera intentan llegar hasta el ente central de su cerebro, el que por varias décadas movió la actuación de ella en las múltiples células políticas que formaron. Cierra los ojos y se ovilla en posición fetal, gesto iniciático y final de la vida, para aceptar su derrota, su desaparición de la historia. Al dar la espalda al pasado, lo que en el texto se indica no sólo con la posición que el hombre adopta en la cama, sino con un espacio cerrado al afuera, la habitación sin ventanas que la pareja ocupa, tanto el presente como el futuro se niegan. Así, la calle, el afuera parece “un jeroglífico”.

En el jeroglífico de nuestro presente, en la ciudad “alocada y febril” de la era globalizada posdictatorial, Eltit excava simbólicamente en los márgenes y rincones más olvidados y abandonados de la ciudad, porque como fue entendido por Benjamin los eventos de la historia “se encogen” y se integran al marco del tiempo y el espacio (Benjamin, Origin 179).

REFLEXIONES FINALES

La abundancia de narrativas que vuelven a la década del 70 en el Cono Sur presentan lo que Sarlo califica como “un giro subjetivo” en Tiempo pasado (texto iluminador y polémico). Sarlo no es la única en notar la abundancia de relatos que se enfocan en el sujeto enunciante de narrativas que recuerdan, reflexionan y aspiran a entender las revoluciones de la década del 70. Leonor Arfuch habla de una “escalada de la subjetividad”, donde se privilegia lo íntimo y lo privado como “tópico vehiculado a través de los más diversos géneros discursivos” (Arfuch, Identidades 37). Arfuch retoma la sugerente pregunta de Stuart Hall de 1996, “¿Quién necesita identidad?”11 para el contexto argentino de posdictadura. Consciente de su complejo alcance, propone que todos los argentinos necesitan identidad, “en tanto debate aún pendiente en el campo intelectual, académico y político,” en torno a conceptos de nación, y representación narrativa de ellos mismos, pero no con un concepto ya inoperante y esencialista de sujeto (¿quiénes o cómo son los argentinos?), sino entendiendo la identidad como devenir, “en lo que vamos llegando a ser, en los innúmeros desplazamientos e identificaciones, en la dislocación radical que los últimos acontecimientos han producido, poniendo al descubierto tanto el rostro dramático de un nuevo país como la inmensa dificultad de su definición” (Arfuch, Identidades 39).

Ya en 1990, Sarlo anticipaba este “giro subjetivo”, cuando en un artículo publicado en el primer número de Revista de Crítica Cultural, se preguntaba: “¿Cómo construir una identidad diferente del perfil revolucionario que nos definía en los años del Cordobazo, el clasismo y la guerrilla, cuando el principio de ruptura violenta del orden social impregnaba prácticas y discursos?” (“¿Qué cambios?” 11).12 Sarlo sentía que los intelectuales de Izquierda, en democracia, una vez reinstaurados en los lugares que la dictadura les había usurpado en el mundo académico, el periodismo, los medios de comunicación de masas, perdían su identidad contestataria de opositores a la dictadura, pero no habían devenido en otros, o para decirlo con sus palabras, no habían “imaginado” una identidad que no fuera mecánicamente opositora, lo que en la transición democrática ya no tenía gran funcionalidad. Asimismo, en su reflexión crítica de los años de la guerrilla, ella diferencia entre la política de los izquierdistas de los 70 y “el impulso hacia la política” que los movía, y que “tenía razones afectivas y experiencias indispensables en toda práctica que se proponga una transformación social profunda” (“¿Qué cambios? 12). Esa necesidad de tener identidad en la posdictadura, en un presente de democracia con obstáculos, en la cual, y a pesar de los obstáculos, se hace posible los cambios sociales que como revolucionarios imaginaban, puja a que se vuelva al pasado y que se recuerde “el impulso afectivo” que como intelectuales de Izquierda sintieron hacia la política. Se trata del impulso que los llevó a “sensibilizarse hacia los sectores populares y marginales” (“¿Qué cambios? 12). Si la política de estos intelectuales, argumenta Sarlo desde la primera persona del plural, el nosotros que la integra, pudo haber sido un error, el impulso afectivo hacia la política merecía, en 1990, ser re-visitado. La vuelta al pasado desde las demandas identitarias del presente en el que Sarlo escribía no podía menos que cargarse de un “giro subjetivo”. Pero el “giro subjetivo”, ciertamente, no invalidaba la recuperación nostálgica y reflexiva del pasado como historia y como contexto que hiciera posible el devenir identitario de los intelectuales de la Izquierda en democracia. Es este doble rescate del pasado, como historia y como contexto de donde el sujeto intelectual que escribe, Sarlo, se rastrea, el que le permite concluir que “la categoría de intelectual incorpora los saberes técnicos en una perspectiva de izquierda” (“¿Qué cambios? 14). Los saberes técnicos tienen que iluminar y ser tocados por “el impulso hacia la política”, que es lo que, en la propia reflexión de Sarlo, redime los errores políticos del pasado.

Sin embargo, en el ensayo de 2005, Tiempo pasado, ante la superabundancia de narrativas testimoniales, Sarlo, apoyándose en Susan Sontag, confronta la memoria (el recuerdo) con el entendimiento (las operaciones intelectuales), y, al igual que Sontag, privilegia el entendimiento del pasado sobre su captura como hecho de memoria y plantea, sólidamente fundamentada en el desarrollo teórico del discurso, la desconfianza absoluta a la primera persona que construye la narración. Sarlo demuestra que las narraciones testimoniales son anacrónicas. Están cómodas en el presente de su enunciación y el pasado que rememoran es aquella materia temporal que quieren recapturar. El testimonio emerge del presente, de la actualidad política, social, cultural o biográfica, que hace posible su difusión, y ese presente desde el que se recuerda, “soporta la tensión y las tentaciones del anacronismo” (Tiempo 82). Al anacronismo de la memoria se le acusa de impedir aprehender una época fuertemente ideologizada, en la cual las ideas escritas eran centrales en todos los niveles. Sarlo pone énfasis en que: “Incluso los populismos revolucionarios sostenían su acción en un imaginario cuyas fuentes eran escritas” (Tiempo 86). Para ella, nada de este valor ideológico se rescata en narrativas testimoniales, ya que al ser la subjetividad histórica, sólo se podría captar en una narración, su diferencialidad.

Ante la desconfianza del “yo” que narra como enunciante de la verdad y de la experiencia, que de acuerdo al argumento de Jacques Derrida no puede constituirse en saber, pues, como traduce Sarlo a Derrida, “no sabemos qué es la experiencia” (Tiempo 40), la crítica argentina propone como vehículo para entender la historia de la década de 1970, el rigor teórico, por ejemplo, de una tesis doctoral en ciencias políticas, como es el primer libro de Calveiro, Poder y desaparición.13 Aplaude ella que el libro de Calveiro no busca legitimidad ni persuasión por razones biográficas (la experiencia de la primera persona que escribe), sino por razones intelectuales. Calveiro se borra de su texto como sujeto que sufrió “la desaparición” de la represión militar y se acerca a las experiencias de las otras víctimas desde la perspectiva de la cientista social, o sea de quien quiere convertir la experiencia en los campos de concentración argentinos en el objeto de sus hipótesis. El acercamiento de Calveiro al pasado, legitima la lectura crítica que Sarlo hace del texto. Es una narración la de Calveiro que no impone a los lectores el peso ético de aceptar lo dicho como verdad porque quien narra es un cuerpo marcado por esa historia y que cuenta sólo lo que ella sabe.

Sin embargo, me interesa enfocarme en la manera en que Sarlo critica la obra de Calveiro porque su propio ejercicio analítico trae a su argumentación lo subjetivo y experiencial. La autora de Poder y desaparición ubica la violencia del poder represor militar así como la violencia de los grupos militantes y guerrilleros dentro del proceso histórico y cultural de la Argentina contemporánea, especialmente a partir de 1930. Esta característica no exclusiva de Argentina, como ya se indicó, explica tanto la aparición de movimientos revolucionarios como de dictaduras militares, y las situaciones límites de los campos de concentración, concebidos como lugares donde se transformaban los cuerpos rebeldes en dóciles, haciendo posible el disciplinamiento de una sociedad que se había vuelto caótica. Este aspecto del desarrollo histórico de la obra de Calveiro se amplía y profundiza en Poder y/o violencia, libro que Sarlo no conoce en el momento de escribir Tiempo pasado. Sarlo observa que el aspecto reiterativo histórico es dudoso con respecto al carácter extraordinario de los campos de concentación argentinos. Es justamente la originalidad terrible de esos centros de desaparición y tortura lo que muestra un corte en el devenir histórico y lo que la misma Calveiro prueba en la segunda parte de su libro. Sarlo, movida por “el impulso hacia la política” que caracterizó a los intelectuales de Izquierda de la década de 1970, no puede sino subrayar lo excepcional de una historia que incidió en su propia subjetividad de intelectual.

Asimismo, Sarlo indica que las síntesis históricas y las hipótesis interpretativas de Calveiro no son lo más importante, sino, por el contrario, la sección en la que Calveiro analiza la experiencia propia de desaparecida, aunque en su estudio el análisis recae sobre otros sujetos de la “experiencia concentracionaria”. Sarlo aplaude la decisión de no usar la primera persona y el relato de la experiencia, ambos reducidos a una mención al pasar en Poder y concentración, como cuando Calveiro se nombra a sí misma como “Pilar Calveiro: 362”, el número que le adjudicaron en la ESMA, pero la crítica analiza esta sección incorporando los relatos de la experiencia vivida por Calveiro. Así el intento de escape y suicidio en la Mansión Seré, que la autora había optado dejar afuera de su estudio para concentrarse en el efecto del suicidio de las víctimas en los represores es abordado por Sarlo. Si “lo universal” tenía un peso más fuerte que la experiencia de circunstancias terribles en el intento intelectual de interpretar el pasado, desde la postura de la crítica literaria y cultural, la experiencia vivida por una primera persona que optó por la distancia de la disciplina con que estudia los campos de concentración, da mayor profundidad a la interpretación universal de un hecho histórico. Cabría preguntarse si la mera aparición de la primera persona en una narración escrita con rigor científico invalidara su alcance interpretativo y valor de documento histórico.

Las advertencias de Sarlo, hechas con gran brillo y rigor teórico, con respecto a la oleada de subjetividad de las narraciones sobre el pasado son ciertamente válidas y necesarias. Es importante, como ella señala, problematizar el giro subjetivo que acompaña a lo que se conoce como “el giro lingüístico” de la historia a partir de los 70 y 80 (Tiempo 161). Pero así como ella, desde su posición de crítica, recurre a la experiencia biográfica de Calveiro para dar más fuerza a su hipótesis de que el terror de Estado de los 70 fue excepcional y cortó con la continuidad histórica argentina, también es cierto que no todas las narraciones testimoniales son incapaces, por razones de su propio género, de dar cuenta de la historia. La centralidad de la primera persona que parece haber resurgido en la cultura posmoderna no deja de mostrar a un sujeto fragmentado y abierto al devenir histórico. Por eso, si el testimonio de hechos traumáticos e inenarrables demanda ser creído como verdadero en el campo jurídico, sin mayores requisitos de prueba, debido al reclamo ético de una época, no ocurre lo mismo cuando sale de ese campo. El caso de los testimonios de Luz Arce en El infierno y Luz Arce: después del infierno muestra que la subjetividad de quien narra se va creando a medida que su relato se desarrolla, pero tanto relato como subjetividad son fragmentados y elípticos, haciendo visibles las múltiples zonas grises en que el relato de la vida de quien narra y el deseo de entender la historia en que esa subjetividad se forma chocan por momentos. No se trata de la historia como algo ajeno, como el telón de fondo de “las novelas de época” decimonónicas, sino de combinar dos formas de entendimiento: el narrativo, que tiende a un efecto de cohesión, y el explicativo, que busca lo causal y específico. Los testimonios de Arce son persuasivos y tratan de justificar el comportamiento de quien narra, aunque la narradora se haya confesado traidora y arrepentida, pero también buscan intensamente entender la historia, iluminar el pasado. De ahí, que por momentos, lo individual da paso a lo específico y la historia se vuelve inteligible. Esos momentos, paradójicamente, apuntan a las zonas grises de complicidad y coerción, en las que víctimas y victimarios se confunden.

Tanto los libros de Calveiro, desde el rigor teórico de las ciencias sociales, y de una narración que optó por la tercera persona que se aleja, formal aunque no emotivamente, de los eventos que examina, como los testimonios de Arce, cuya narración en primera persona recuerda el pasado desde los múltiples presentes de su enunciación, consiguen afectar el pasado. Estos textos actúan sobre el pasado, no sólo por medio del entendimiento y el recuerdo, sino por tomar una posición crítica hacia el mismo, lo que permite la posibilidad de que el presente no quede marginado de una historia no muy remota, que, por ejemplo, la política que movió a toda una generación de intelectuales, militantes, y activistas se vuelva a escuchar. De ahí que se deba recordar que el justo llamado de Sarlo a una problematización del recurso narrativo de la primera persona no quiere decir que toda narración en primera persona esté viciada de falsedad, o que no pueda ser objeto de análisis con respecto a la verdad que pretende exponer, ni que tampoco el único acercamiento crítico a la historia con valor para entenderla sea el intelectual o teórico, aunque Sarlo concluye su discusión teórica con una observación personal que encuentra en la literatura “las imágenes más precisas del horror del pasado reciente y de su textura de ideas y experiencia” (Tiempo 163). La estética literaria no está eximida de las críticas que Sarlo hizo a las otras narraciones. Por ejemplo, la misma novela de Eltit que estudié como representante de una estética de la desaparición, pese a su riqueza lingüística y densidad simbólica, no problematiza el fracaso de los ideales revolucionarios más allá de la reflexión fragmentada y ruinosa de quien narra. Por eso el pasaje más rico y con densidad simbólica de la novela sea el que se enfoca en la problemática del género. Los cuerpos traumados de los ex militantes muestran las huellas de las torturas sistemáticas de la represión. El cuerpo de ella, en el presente desde el que busca su subjetividad en el pasado, muestra la humillación de ese mismo presente que como empleada doméstica la lleva a limpiar los cuerpos deteriorados de otros ancianos. Ancianos, que a más de ser la proyección futura de ellos mismos, bien podrían ser los desechos de la sociedad anterior a la sociedad neoliberal. Sin embargo, no se excavan las ruinas de la represión, o sea las ruinas de los valores de justicia, de legalidad, de catolicismo, con las que hipócritamente la represión, como representante de un antiguo sistema republicano, se “maquillaba”.

La observación de Sarlo sobre los alcances de la estética literaria, como lo ya comentado con respecto al testimonio y los ensayos teóricos, despertó la crítica de John Beverley, más como reflexión apasionada sobre los estudios culturales y de área que ataque a lo propuesto por Sarlo y otros.14 Éste, defendiendo los testimonios de voces subalternas como fuentes de verdad incuestionables, y el terreno ya ganado por sujetos que hasta un par de décadas atrás habían sido invisibles a la historia, acusa a cierto sector de la intelectualidad dedicada a los estudios latinoamericanos, en el que se incluye la intelectual de Izquierda Beatriz Sarlo, de un giro “neo-conservador”. Los intelectuales de los 70, quienes habían sido movidos por un “impulso hacia la política”, que los había sensibilizado hacia los sectores populares y marginados, ahora, según Beverley, ante la gran democratización de las ideas, el despliegue plural de identidades, el temor de ser desplazados por nuevos grupos de jóvenes intelectuales, con una formación diferente a la de ellos, se atrincheran en un nuevo conservadurismo.

La crítica de Beverley excede el ámbito del estudio de Sarlo y muestra una toma de posiciones de diferentes intelectuales que dejan al descubierto la importancia de la problemática de la identidad en un momento en que se debe recuperar y entender un pasado histórico que contribuyó a la crisis del sujeto contemporáneo, en el contexto sudamericano que me ocupa en este trabajo. Me gustaría terminar esta reflexión señalando la importancia de escuchar todos los relatos, tanto testimoniales como literarios y ensayísticos, así como las voces, las distintas inflexiones, tonalidades, jergas que marca en el discurso una posición del sujeto, individual o colectiva, ya que esta pluralidad de subjetividades, acompañada del conocimiento de documentos periodísticos, fotográficos, cinematográficos, cartas, diarios, panfletos, etc., harán posible el entendimiento de una historia que se la recuerda desde la nostalgia reflexiva y ética.

Notes

Una versión abreviada de este trabajo se presentó en la sección organizada por mí sobre memoria y revolución en América Latina para el Congreso Internacional de la Latin American Studies Association (LASA), que se llevó a cabo en Rio de Janeiro, Brasil, del 11 al 14 de junio de 2009. Michael Lazzara fue uno de los distinguidos latinoamericanistas que participó en esa sección. A partir de esa reunión, el diálogo que se originó entre Lazzara y quien escribe enriqueció en mucho este trabajo.

1. Ver, asimismo de Lazzara, el capítulo “The Poetics”.

2. En Tiempo pasado, Sarlo argumenta que las narrativas históricas no reflejan los motivos que movieron a los historiadores a estudiar un determinado período y/o hecho. Sin embargo, si recordamos lo propuesto por White, el historiador trabaja/escribe con tropos literarios y el uso de los mismos está marcado por el contexto cultural que los crea, por el presente desde el que se escribe.

3. Calveiro, ex militante montonera, fue prisionera desaparecida durante un año y medio, en 1977, en Mansión Seré, la Comisaría de Castelar, en la ex casa de Massera en Panamericana y Thames y en la ESMA. Esta información no brindada por Calveiro en ninguno de sus dos libros que dan cuenta del período de “las guerras sucias” en Argentina desde la perspectiva intelectual de la cientista política, o sea que su experiencia en los centros de detención y anteriormente en la militancia montonera son “borradas” del discurso científico, aparece en Poder y desaparición en el “Preludio” de Juan Gelman. Asimismo, ver el capítulo “Experiencia y argumentación”, de Sarlo en su libro Tiempo pasado 111.

4. En una entrevista con Dillon, Calveiro explica que al poner sobre la mesa para ser analizados críticamente los movimientos revolucionarios de los 70, se puede “volver a los ejes políticos y marco los que a mí me parecen importantes: la asfixia de la crítica por medio del disciplinamiento, el desplazamiento del proyecto por la organización militar que hace que se pierda ese movimiento inicial de revuelta, de cuestionamiento del orden vigente, de reformulación de las relaciones personales, de familia, del lugar de la mujer, de las relaciones de pareja” (n.pag.).

5. En el drama de Gambaro, como en la tragedia de Sófocles, Antígona, la que recrea adaptándola a la década del 80, se cuestionan dos leyes, la de la polis, encarnada en Creonte, y la de la familia, defendida por Antígona. Tanto en la antigüedad como en la época contemporánea cuando la ley de la polis o del Estado no reconoce la ley de la familia, el equilibrio de la polis se quiebra y la familia social se ve forzada a levantarse contra las reglas que no la representan. En la antigüedad Antígona enfrenta la ley de su tío, el rey Creonte, quien no permite el entierro de su sobrino, Polinices, el hermano de Antígona; durante las guerras sucias en Argentina, las Madres de la Plaza de Mayo, se levantan como múltiples Antígonas contra el poder militar que les oculta el destino de sus desaparecidos y reclaman justicia.

6. Silvestri, reflexionando sobre el Parque de la Memoria, monumento y memorial para recordar y honrar a las víctimas de la dictadura argentina, señala los problemas de la construcción de tal espacio simbólico. Ella escribe en “Memoria y monumento. El arte en los límites de la representación”: “La cercanía de los hechos, el carácter siniestro de los crímenes que impedía el duelo, y también el tipo de resistencia simbolizada por las Madres y Abuelas, que llevó al espacio público el desgarro personal, privado, femenino en su sensibilidad, hacen aún hoy difícil pensar en las maneras en que un monumento—en su tradición enfática y genérica—puede simbolizar lo que aquí sucedió” (109). El problema principal para Silvestre radica, sin embargo, en la ausencia de arte en las esculturas y arquitectura que deberían haber creado el Parque de la Memoria como lugar, donde las generaciones futuras no sólo recordaran un pasado traumático sino simultáneamente pudieran “reconocerse en la continuidad y leer de manera impensadas aquello que una vez fue considerado con significados unívocos”. Para lograr ese efecto en el público, efecto que el arte ha tenido siempre, “la densidad de la forma que implica ambigüedad y no unilateralidad”, explica Silvestre, “es central” (121). Lamentablemente, esa densidad de la forma no se logró en el Parque de la Memoria.

7. Para un análisis cuidadoso de esta novela ver “Overcodification of the Margins. The Figures of the Eternal Return and the Apocalypse” de Idelber Avelar.

8. La recreación de Allende en el documental de Guzmán es en gran medida una reflexión de la voz de su propia primera persona, quien narra la historia. Importa principalmente su relación con el legado del presidente asesinado no para rendir un documento histórico sobre Allende, sino para rescatar su propia subjetividad de la experiencia traumática de años de tortura y exilio. Allende, por lo tanto, se recupera en el documental como una figura mítica que surge de las ruinas del pasado por medio de la nostalgia restaurativa de Guzmán, al tiempo que el narrador reflexiona sobre sus propias ansiedades como sujeto histórico. Esto explica la crítica negativa que tuvo para varios el documental sobre Allende.

9. Butler diferencia entre la sociedad patriarcal como “totalidad sistemática” y como “forma hegemónica de poder”. Para ella, posición con la que coincido, la sociedad patriarcal es una “forma hegemónica de poder” que muestra su propia fragilidad en “la operación misma de su iterabilidad” (14).

10. Es interesante que en esta crítica de Eltit al sistema de poder militarizado que llegó a tener la militancia, con lo cual los grupos que se oponían: militantes revolucionarios y represores militares, como dice Calveiro, se igualaban en sus prácticas, se deja sentir la crítica al poder neoliberal de posdictadura. En la novela de 2002, Mano de obra, Eltit señalaba la misma serialización y automatismo para la mano de obra del supermercado, metonimia de la sociedad neoliberal de la globalización. En Mano de obra, los empleados pierden su calidad humana por la “super-visión” constante de la maquinaria de hacer dinero.

11. En “Who Needs Identity?,” Hall argumenta que la identidad no sería un conjunto de cualidades predeterminadas—raza, color, sexo, clase, cultura, nacionalidad, etc.—sino una construcción nunca acabada, abierta a la temporalidad, la contingencia, una posicionalidad relacional sólo temporariamente fijada en el juego de las diferencias. En Arfuch (21).

12. Agradezco a mi colega, Michael Lazzara, este artículo de Sarlo, el que se recopiló en Debates críticos en América Latina: 36 números de la Revista de Critica Cultural (1990–2008) volumen 1.

13. El primer libro de Calveiro no es el único ejemplo discutido por Sarlo en Tiempo pasado. Asimismo, analiza los valores del artículo de otro cientista social, Emilio de Ípola, “La bemba” (97–110). Ambos autores, y esto lo señala Sarlo, oponen a sus identidades de víctimas las de cientistas sociales. En el caso de de Ípola, se trata de un profesional ya entrenado y reconocido previo a su captura; en el caso de Calveiro, es alguien que se entrena para la escritura y sus funciones profesionales posdictadura.

14. John Beverley ha escrito varios ensayos en los que ha ido retrabajando este mismo tema. El artículo más antiguo es: “El giro neoconservador en la crítica literaria y cultural latinoamericana”. Nómadas 27 (2007). 2 de marzo de 2009. Se indican los otros trabajos en la bibliografía.

OBRAS CITADAS

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