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La visión femenina de una vida auténtica en la novela El velo pintado de W. Somerset Maugham

Pages 216-234 | Received 28 Dec 2018, Accepted 06 May 2019, Published online: 03 Jul 2019

Abstract in English

A poem by Shelley gives the title to William Somerset Maugham’s novel The Painted Veil, published in 1925. The moral of the poem is very pessimistic: the veil of life should not be lifted, because underneath there is no truth. As this article proves, this negative vision coincides only partially with the novel. In fact, Kitty Garstin, the heroine, raises the veil over her life and discovers the true face of it: something deceptive and superficial. In other words, Kitty realizes that until then she had not made any decision on her own. On the other hand, by discovering her false life, Kitty is able to first glimpse a new existence. In this sense we can consider this novel as a descent into the depths of the human heart, crushed under layers of social stereotypes, personal prejudices and, in general, hypocrisy. Therefore, the structure of this essay follows a triple hermeneutic operation: showing the veil; unveiling the hidden reality; and revealing the possibility of a new feminine existence which does not try to imitate male values but to discover those that are truly women's.

Abstract in Spanish

El título de la novela de William Somerset Maugham (The Painted Veil, [1925]) está tomado de un poema de Shelley. Pero, mientras que la moraleja del poema es muy pesimista—el velo de la vida no debe levantarse porque debajo no hay verdad alguna—la tesis de la novela es más esperanzadora. De hecho, Kitty Garstin, la heroína, levanta el velo y descubre el verdadero rostro de su vida: engañoso y superficial. En otras palabras, Kitty se da cuenta de que hasta ese momento no ha tomado ninguna decisión por sí misma. Por otro lado, al descubrir la falsedad en que ha vivido, es capaz de vislumbrar una nueva existencia. En este sentido, la novela puede ser considerada como un descenso a las profundidades del corazón humano, bajo capas de estereotipos sociales, prejuicios personales y, en general, hipocresía. La estructura de este ensayo sigue, por eso, una triple operación hermenéutica: mostrar el velo; desvelar la realidad oculta, y revelar a la protagonista la posibilidad de una nueva existencia, que, en lugar de imitar los valores masculinos, se base en los que son auténticamente femeninos.

1. Introducción

Lift not the painted veil which those who live

Call Life: though unreal shapes be pictured there,

And it but mimic all we would believe

With colours idly spread,—behind, lurk Fear

And Hope, twin Destinies; who ever weave

Their shadows, o'er the chasm, sightless and drear.

I knew one who had lifted it—he sought,

For his lost heart was tender, things to love

But found them not, alas! nor was there aught

The world contains, the which he could approve.

Through the unheeding many he did move,

A splendour among shadows, a bright blot

Upon this gloomy scene, a Spirit that strove

For truth, and like the Preacher found it not.

(Published by Mrs. Shelley, "Posthumous Poems", 1824)

No levantes el velo pintado, que aquellos que viven

llaman vida: pues allí están pintadas formas irreales,

y sólo imita todo lo que nos gustaría creer

con colores ociosamente extendidos, detrás al acecho Miedo

Y Esperanza, destinos gemelos, quienes alguna vez tejen

sus sombras, sobre el abismo, ciegas y sin vida.

Conocí a alguien que lo había levantado, él buscaba,

pues su perdido corazón era tierno, cosas que amar.

Pero no las encontró ¡Ay! ni una brizna había

que el mundo contuviera, que él pudiera aprobar.

A través de muchos descuidos se movió,

un esplendor entre sombras, una mancha brillante

sobre la escena sombría, un Espíritu que luchó

por la verdad, y como el Predicador no la encontró.

La moraleja de la poesía de Shelley Lift not the painted veil (Shelley Citation1824), que da título a la novela de Somerset Maugham, es simple: no debemos levantar el velo de la vida, pues detrás no hay verdad alguna, nada por lo que valga la pena esforzarse. Se trata, sin duda, de una visión terriblemente desesperanzada. ¿Corresponde también al sentido último de la novela?

Como intentaré mostrar, me parece que la novela coincide con el pesimismo de la poesía sólo en parte. En efecto, Kitty Garstin, como el personaje del poema, levanta el velo de su vida y descubre lo que ha sido hasta entonces: hija de un padre débil y una madre egoísta, esposa infiel de un resentido y amante de un sinvergüenza. Así la vida que le parecía hermosa, llena de colorido y atractiva, se le presenta en su verdadera faz, como algo falso, engañoso y superficial. De este modo, la novela inaugura una especie de nuevo género: el desenmascaramiento de la realidad (Dottin Citation1938, 145).

Conviene ir por partes, pues el análisis de ese desvelamiento y de la revelación sucesiva no es algo que pueda hacerse sin preparación. En efecto, en primer lugar, es preciso descubrir el origen de ese velo pintado que oculta a Kitty quién es y qué quiere de la vida. En segundo lugar, debe buscarse por qué decide levantar ese velo sutil, cuando aparentemente está satisfecha con lo que le ofrece la vida. Y, por último, una vez alzado el velo, es necesario sacar a la luz la Kitty que yace en el hondón del alma: la mujer que, cansada de formas sociales huecas y vacías, ansía una vida auténtica. La estructura de este ensayo sigue, pues, esta triple operación hermenéutica: mostrar el velo, desvelar la realidad oculta y revelar la posibilidad de una nueva vida.

2. El origen del velo: la situación de la mujer en la época victoriana

Aunque la novela se sitúa en la Inglaterra de los años 20 del siglo pasado —por tanto, durante el reinado de Jorge V— refleja muy bien las contradicciones que dominan la entera época victoriana, especialmente por lo que se refiere a la dependencia social de la mujer y a su deficiente educación afectiva.

Si bien durante el reinado de la emperatriz Victoria la mujer inglesa sigue estando totalmente subordinada al hombre, comienzan a apreciarse los primeros síntomas de cambio en la sociedad. En efecto, si por una parte el Código civil establece la superioridad absoluta del marido en el matrimonio y del padre en la familia, por otra el Acta de propiedad de las Mujeres Casadas (1882) reconoce el derecho de propiedad de la mujer después de casarse, así como su capacidad jurídica para divorciarse y pleitear por la custodia de los hijos.

De todas formas, el matrimonio sigue viéndose de modo distinto por el hombre y la mujer. Mientras que para el hombre es una opción entre otras, para la mujer es una necesidad vital debido a su completa dependencia familiar y social. Se entiende así por qué toda la educación femenina está orientada al matrimonio; y más en concreto, a conseguir un buen partido, que permita a la mujer progresar socialmente. Las relaciones de la madre con las hijas y de la mujer con el hombre dentro y fuera de la familia se convierten en un instrumento al servicio de ese objetivo. Por otra parte, las virtudes sociales se conciben más como normas de urbanidad o etiqueta social, que como disposiciones interiores que conducen al hombre y la mujer hacia su perfeccionamiento. De ahí que, come ocurre en una sociedad puritana, importe más la honradez y honestidad aparentes, que reales (Weber [1920] Citation2012). Bajo los buenos modales y las normas de cortesía, se esconden deseos insatisfechos, amargura y resentimiento. En una palabra, hipocresía e inautenticidad, que dependen más de un gobierno despótico de los propios sentimientos que de la misma estructura familiar (Freud [1908] Citation1968, 166–167).

El ejemplo de la señora Garstin, madre de Kitty, es sumamente instructivo en este punto. Como toda mujer vana y superficial, está llena de amargura, pues su marido, el juez Garstin, la ha defraudado, no se ha mostrado a la altura de sus expectativas. Pero, puesto que el objetivo de su vida es medrar en la escala social, lo que no ha conseguido con su marido, intentará obtenerlo mediante sus dos hijas. Para ello emplea todos los talentos y las tretas que ha aprendido. Por eso, a pesar de ser muy avara, organiza fiestas en donde mostrar a sus hijas como en un escaparate, con el fin de atraer a pretendientes ricos y nobles.

Las buenas relaciones de la señora Garstin con las hijas dependen, pues, de que ellas den esperanzas de un buen matrimonio, aceptando los deseos de su ‘buena’ madre. Kitty, la hija mayor, es hermosa, divertida y brillante, y, por ello, la predilecta de las dos hermanas, pues la señora Garstin piensa que se casará con un buen partido. La pequeña, en cambio, menos agraciada, es tratada por la madre con poco cariño y una punta de desprecio. Sin embargo, con el paso de los años, cambian las tornas: la pequeña, ya en su primer baile, consigue que un noble la corteje y, poco después, pida su mano, mientras que la mayor, a pesar de los muchos pretendientes que ha tenido, sigue soltera y sin compromiso: no se ha decidido todavía por ninguno de ellos, pues a la señora Garstin siempre le han parecido poca cosa. Así que, al comienzo de la novela, Kitty ha perdido el cariño de la madre, quien comienza a considerarla como una carga económica insostenible.

La entrada en escena del Dr. Walter Fane, quien conoce a Kitty en una fiesta y se enamora perdidamente de ella, resulta providencial, pues permite el casamiento de la hija mayor, si bien Walter como partido es más bien mediocre. Kitty es consciente de no amarlo, pero lo acepta por la presión de la madre y porque no quiere casarse después que su hermana pequeña. El modo en que responde a Walter durante la petición de mano está lleno de ironía: a la pasión del pretendiente, que es ridícula por excesiva, Kitty contrapone una actitud desapegada y superficial: «Le tendió la mano a Walter. —Creo que te tengo mucho cariño. Dame tiempo para que me acostumbre a estar contigo. —Entonces, ¿significa eso que aceptas? —la interrumpió él. —Supongo que sí» (Somerset Maugham [1925] 2009, 96). De este modo, el narrador hace prever el desastre que se cierne sobre la pareja.

Tras la boda que se celebra a la vez que la de la hermana, la pareja se establece en Shangai, en donde Walter trabaja como bacteriólogo. Como indica uno de los críticos de la novela, Maugham es el primer escritor inglés de talla que sitúa sus novelas en China y España, dos países exóticos para la mentalidad anglosajona (Meyers Citation2004, 150).

Desintegración afectiva: deseo, enamoramiento, amor

La época victoriana, además de por el sometimiento de la mujer, se halla caracterizada por una visión dualística de la sexualidad y en general de la afectividad humana. En el matrimonio, sobre todo por lo que se refiere a la mujer, la sexualidad tiene como finalidad casi exclusiva la procreación; el enamoramiento, el deseo y el amor entre los cónyuges es algo que se juzga irrelevante o innecesario. Por eso, se buscan vías de escape al eros, como la prostitución, el adulterio e, incluso, alguna que otra práctica aberrante. Hay así una sexualidad subterránea y omnipresente, que impregna las relaciones sociales de forma necesaria, pues se la juzga un impulso depravado propio de nuestra condición caída. El puritanismo social convive con el vicio y la perversión sin excesivos problemas. La única condición que la sociedad exige es hacer a escondidas lo que públicamente está mal visto, como había experimentado el propio Maugham que intentaba esconder sus relaciones con sus amantes masculinos (Meyers, XV).

No sorprende, por tanto, la incapacidad de tantos hombres y mujeres para distinguir entre los diversos elementos que constituyen la sexualidad humana (tendencia, deseo, enamoramiento y donación), así como la predisposición a confundirlos (el deseo con el enamoramiento, el enamoramiento con el amor) o a mantenerlos separados: un matrimonio sin amor, el enamoramiento fuera del matrimonio, y el deseo fuera no solo del matrimonio, sino incluso del enamoramiento. Por ejemplo, Kitty, que se ha casado con Walter por conveniencia social, vive con él sin amarlo. Y, puesto que para ella el amor es fundamentalmente un sentimiento, no se esfuerza por conocer al marido ni espera ni desea amarlo. La indiferencia ante el marido contrasta con la pasión amorosa que siente hacia Charlie Towsend. Esta es tan arrolladora que se siente en cierto modo justificada a superar las convenciones sociales, pues, como ella, Charlie está casado y, además, es padre de tres hijos.

Las personas, como Kitty, Walter y Charlie, se disocian en diversos roles o máscaras, como marido o mujer, como padre o madre, como amante, como objeto de deseo, perdiendo su unidad esencial, en lo que Kierkegaard denomina estadio estético, que puede dar lugar a otros dos estadios: ético y religioso; los estadios se refieren a las tres instancias por las que puede pasar la subjetividad en su desarrollo ascendente hacia la vida auténtica. La característica esencial del estadio estético es la inmediatez: el instante es todo y, por lo tanto, nada. El núcleo de la etapa estética es, pues, el nihilismo y la desesperación, que se encuentran encubiertos por un movimiento irrefrenable de disgregación, un sentir y un hacer que consumen al yo sin descanso. La desesperación consiste en el hecho de que «la personalidad permanece en su propia condición inmediata: es la última concepción de la vida estética, porque en cierto sentido ha acogido en sí la conciencia de la nulidad de sí misma» (Kierkegaard [1843] Citation2007, 177).

Kitty, a pesar de ser superficial y casquivana, no es el prototipo del estadio estético, del carácter irreparable de la desintegración personal, sino más bien Charlie, el vicesecretario del gobernador de Shanghai. En Kitty el estadio estético está ligado a la búsqueda de afecto y al eros. En Charlie, en cambio, que pertenece a la élite de la colonia y está casado con una mujer inteligente y tolerante de sus deslices, lo estético se halla relacionado con la seducción y la ambición de llegar a ser gobernador. Frente al serio, intelectual y aburrido Walter, Kitty cree encontrar en Charlie la figura masculina que no ha hallado en su marido. Por eso, se deja seducir por Charlie, transformándose a los pocos meses en su amante: «Había vacilado durante un tiempo antes de dar el paso definitivo, pero no porque no estuviera tentada de sucumbir a la pasión de Charlie, pues la suya propia no le iba a la zaga, sino porque su educación y todas las convenciones sociales por las que se había regido hasta entonces la intimidaban» (Somerset 124).

A través de la relación adúltera, sobre todo cuando es descubierta por Walter, se hace patente la superficialidad, cobardía y vanidad de Charlie, este espécimen de la cultura colonial inglesa. En él, el estadio estético se ha transformado en la quintaesencia de la existencia. De ahí que sus únicos valores sean la utilidad, el placer, la belleza física y la buena vida. Como la madre de Kitty, su principal deseo es ascender en la escala social, para lo que está dispuesto a cualquier bajeza. Por ejemplo, a permitir que Kitty, a quien finge amar, sea llevada por su marido a una región remota en la que se ha desencadenado una epidemia de cólera. Bajo la pátina de vigor, fortuna y sensualidad se esconde la desesperación de Charlie. Sin embargo, Charlie es demasiado superficial para darse cuenta de esa desesperación, pudiendo así elegirla y, de este modo, convertirse en virtuoso. Ya que, según Kierkegaard, este es el único modo para que el esteta alcance el estadio ético. Por eso, a quien desespera, le aconseja elegir la desesperación misma, pues esta, a diferencia de la duda, es ya una elección: «desesperándose uno se elige de nuevo, se elige a sí mismo, no en la propia inmediatez, como individuo accidental, sino que se elige a sí mismo en la propia validez eterna. Eligiéndose a sí mismo en su propia validez eterna el hombre entra en contacto con lo general, renuncia a ser una excepción, y adquiere la estabilidad propia de la vida ética» (Kierkegaard Citation2007, 99).

En las otras dos figuras masculinas de la novela, el estadio ético pugna con el estético. Mientras que en el estadio estético lo que cuenta es el instante de un yo frívolo, en el ético el sujeto se ancla ante la fugacidad del tiempo a través del deber y la responsabilidad. En opinión de Kierkegaard el estadio ético se halla simbolizado en el matrimonio, sobre todo en la figura del buen marido, pues «lo estético en un hombre es aquello que él inmediatamente es; lo ético es aquello a través de lo cual llega a ser lo que llega a ser» (Kierkegaard Citation2006, 46). Frente al donjuán aventurero que vive sin reconocer algún límite, el buen marido acepta las reglas derivadas de la unión conyugal y de la familia para dar consistencia y sentido a su existencia singular. Sin embargo, no logra singularizarse plenamente, pues eso sólo se consigue mediante el salto de la fe, en el que el hombre se encuentra a solas delante de Dios. Por eso, en el estadio ético la angustia se halla agazapada para apoderarse del hombre que se asoma al abismo de su libertad, de su posibilidad de ser más radical. «En este vértigo la libertad cae desmayada. La psicología ya no puede ir más lejos, ni tampoco lo quiere. En ese momento todo ha cambiado, y cuando la libertad se incorpora de nuevo, ve que es culpable. Entre estos dos momentos hay que situar el salto, que ninguna ciencia ha explicado ni puede explicar» (Kierkegaard Citation1984, 88). También en este caso, Kierkegaard ve en la elección de la angustia la posibilidad de abandonar el estadio ético para abrirse al religioso.

Así, el juez Garstin, padre de Kitty, se empeña con todas sus fuerzas por mantener una buena reputación como marido y padre. Para ello, no escatima sacrificios, acepta incluso ser considerado como un fracasado, un don nadie. Pero, como se descubre casi al final de la narración, se trata de un esfuerzo que lo agota, no lo hace feliz, sino más bien lo priva de alegría. En cierto sentido, puede aplicarse a este personaje la figura del camello nietzscheano; como este animal que representa el sometimiento del espíritu a la ley, el juez se siente aplastado bajo el peso de las normas y convenciones sociales y, sobre todo, de la tiranía de la señora Garstin (Nietzsche [1883] Citation1972). Él se contentaría con ser juez de una ciudad pequeña, pero su esposa desea que se convierta en una figura de renombre y, para ello, lo obliga a entrar en política y organizar fiestas y recepciones, que le cansan y aburren soberanamente. Es débil de carácter y, por eso, no osa enfrentarse a su mujer abiertamente. Como consecuencia, su autoestima y la estima que las hijas tienen de él salen muy malparadas.

En Walter, en cambio, hay una mezcla del estadio ético y estético. Al igual que el padre de Kitty, Walter es un hombre de principios, pero en él la justicia y el deber no terminan por suplantar la forma estética: su talante racional convive con un temperamento romántico e hipersensible, que le lleva a encubrir los sentimientos por temor a ser herido. Por desgracia, la pasión por Kitty no le permite apurar la superficialidad de ella. De ahí que, al descubrir que su mujer le es infiel, reciba un golpe mortal en su orgullo, lo que le llevará a transformarse en un resentido incurable.

3. Levantar el velo o desvelar: el desengaño amoroso

Al comienzo, Kitty se halla inmersa en el estadio estético. La duda acerca de si Walter conoce o no su adulterio hace aumentar, en un primer momento, la pasión de Kitty hacia Charlie. Pues el miedo de ser descubierta se entremezcla con el deseo de liberarse completamente de Walter. El pomo de la puerta que gira lentamente mientras en la habitación Kitty y Charlie se abandonan a la pasión, la aterra y a la vez la llena de esperanza. Desea que esa situación de amores furtivos termine de una vez, a través de un divorcio consensual. Y, puesto que está enamorada de Charlie, está dispuesta incluso a dar un escándalo en la colonia si es preciso.

Walter, en cambio, ama a Kitty a su manera. Para él, lo que cuenta no es el sentimiento de amar y sentirse amado, sino el acto de amar, que él pone en apariencia incondicionalmente: sabe que Kitty no está enamorada de él, que no lo ama, pero no le importa. Él se conforma con amarla. En realidad, en la novela se descubre que el amor de Walter no es tan puro como a primera vista pudiera parecer, ama a Kitty con una condición: no ser traicionado. No reclama ser amado, pues no se siente digno; pero sí el no ser traicionado, pues en ello le va su autoestima como hombre. La fidelidad de Kitty constituye una parte importante de la poca autoestima que aún le queda.

Al descubrir el adulterio de su mujer, Walter se siente perdido, incapaz de volver a amarla. De ahí su deseo de venganza, pues Kitty ha puesto al descubierto la debilidad más profunda de su marido: haber dejado su dignidad en manos de una mujer casquivana. Walter, como buen intelectual, para ejecutar su venganza no se sirve de la violencia física, sino del sufrimiento psíquico y moral de su esposa. Primero, la mantiene en ascuas: ¿está o no al corriente del adulterio? Luego, una vez despejada la incógnita, destruye con un golpe certero las esperanzas de Kitty. Walter le hace una propuesta, aparentemente muy generosa: dejarla libre, si Charlie se divorcia para casarse con ella; en caso contrario, deberá acompañarlo a una región pérdida en donde Walter ha sido llamado para combatir un brote del cólera. Kitty cae en la trampa. Llena de ilusión se presenta ante Charlie para proponerle aquello que juzga la felicidad de los dos. El desengaño no tarda en llegar: Charlie no tiene ningún interés en abandonar a su mujer ni, sobre todo, interrumpir su brillante carrera; sabe que el escándalo del divorcio truncará su aspiración a ser gobernador. Así, Kitty descubre quién es verdaderamente Charlie: uno que se siente feliz de librarse de ella, dejándola partir con Walter hacia un destino trágico. «Y lo más trágico… —de súbito se le crispó el rostro de aflicción—. Lo más trágico es que, a pesar de todo, te quiero de todo corazón» (Somerset 254).

Al desengaño sigue, por parte de Kitty, una aceptación casi a regañadientes de un futuro incierto, sobre el que se cierne la muerte como castigo por su infidelidad. Pienso que es precisamente en este punto en donde Kitty empieza a abandonar la etapa estética para entrar en la ética. En el cambio influye también el descubrimiento de un amor nuevo, purificado del sentimiento. Y aquí también las trayectorias vitales de Walter y Kitty se separan de forma irremediable. Los dos han amado y los dos han sido traicionados. Pero, puesto que su modo de amar ha sido diferente, también lo es la forma de responder a la infidelidad del amado. Walter se refugia en su ego herido y en un pesimismo cósmico. Su atención se centra en el propio dolor y en las tinieblas que envuelven su alma, por eso sufre infinitamente, porque no encuentra sentido alguno a lo que ha sucedido. Como explica el narrador, «sin duda lo que más preocupaba a Walter era su vanidad herida. Kitty llegó vagamente a la conclusión de que esa clase de herida era la que más tardaba en cicatrizar. Le sorprendía que para los hombres fuese tan esencial la fidelidad de sus esposas» (Somerset 523). Kitty, en su superficialidad, no entiende que no se trata sólo de infidelidad, sino de haber destruido por completo la confianza de Walter.

En cambio, Kitty es capaz de perdonar porque, a su modo, ama a Charlie sin condiciones: su sufrimiento no nace tanto del despecho, como del desamor. Llega a la conclusión de que lo importante es amar, no ser amada. Es más, si alguien te ama, sin amarlo, te produce fastidio. Por eso, el amor que Walter le tenía, le molestaba. Kitty centra su atención en quien ama, y sufre porque sigue amando a Charlie, aunque este sea indigno de su amor. Kitty expresa muy bien ese estado interior mediante los siguientes pensamientos suyos: «¿Se deja de amar a una persona porque te ha tratado con crueldad? Kitty no le había causado un sufrimiento tan grande como el que Charlie le había causado a ella y, pese a todo, pese a que ahora lo conocía de veras, a la menor señal suya abandonaría sin dudarlo todo cuanto el mundo le ofrecía y volaría hasta sus brazos. Aunque la había sacrificado a sus intereses sin la menor consideración, aunque era desalmado e insensible, ella lo amaba» (Somerset 480). De todas formas, no es del todo sincera consigo misma, pues solo ve un aspecto de su situación actual, no le preocupa lo más mínimo el amor herido de Walter (Sempere Linares Citation1992).

En este proceso de purificación del amor, no faltan, sin embargo, los momentos de rabia y deseos de venganza. «En ocasiones se adueñaba de ella un frenesí tal que se arrepentía de no haber dejado que Walter le pidiese el divorcio, aunque eso hubiese ocasionado su ruina, si con ello se la hubiera acarreado también a Charlie. Algunas de las cosas que él le había dicho la avergonzaban hasta el punto de sonrojarse cuando las recordaba» (Somerset 305).

De todas formas, Kitty y Walter, a pesar de su diferente reacción ante el desengaño, tienen algo en común: el deseo de morir, de verse libres del sufrimiento. Al principio de su estancia en el poblado de Mei Tan Fu, los dos coquetean con la muerte: toman verdura, a pesar del peligro que eso entraña por el cólera1. Cada uno desafía al otro, como en el juego de la ruleta rusa. Kitty —nos cuenta el narrador— «empezó a comer con sangre fría, sin saber qué espíritu bravucón se había apoderado de ella. Observó a Walter con mirada desdeñosa y le pareció que palidecía ligeramente, pero cuando le pasaron la ensalada él también se sirvió» (Somerset328). Waddington, el subcomisario del gobierno inglés en Mei Tan Fu, dotado de un fino espíritu de observación, descubre esta pulsión de muerte en la pareja, que, en Walter, se halla mezclada con el eros. Hablando con Kitty, Waddington le confía su perplejidad, «no sé si provocas en él tal repulsión que se le pone la carne de gallina con sólo estar cerca de ti o si lo abrasa un amor que por alguna razón no se permite demostrar. He llegado a preguntarme si habéis venido los dos a suicidaros» (Somerset 343).

4. El descubrimiento de sí a través de los modelos de amiga, madre y esposa

Mientras Walter se debate en la confusión y la tristeza, Kitty se adentra poco a poco en los pliegues recónditos de la vida auténtica. La experiencia del morir ajeno, el temor a la propia muerte, el descubrimiento de un mundo exótico, distinto al de las costumbres y ritos de la colonia inglesa…, todo ello la llevan a preparar su alma al encuentro con la belleza. No se trata de una belleza sensible y superficial como la experimentada hasta entonces, sino del despertar de su alma a Dios, trascendiendo la miseria y finitud de este mundo. Así describe Kitty la experiencia de lo sublime, cuando la niebla del río como una mortaja se ve disipada por una luz cegadora: «nunca había albergado semejante alegría en su corazón, y se le antojó que su cuerpo era un mero envoltorio que yacía a sus pies, y que ella era puro espíritu. Ante ella se encontraba la Belleza. La aceptó del mismo modo que el creyente acepta en la boca la oblea que es Dios» (Somerset 299).

Kitty, en su proceso de trasformación, alcanzará lo que Kierkegaard denomina estadio religioso, en el que el yo, que hasta ahora se ha relacionado consigo mismo en la forma de la desesperación (ante lo particular y sensible) y la angustia (ante el deber y lo universal), se abre al Absoluto, es decir, a Dios. De este modo, la auto relación del sujeto se transforma en relación con el Ser infinito, ante el cual el hombre reconoce su pecado y finitud. Y, aceptándolas, se constituye en persona radicalmente singular e irrepetible. Según Johannes De Silentio, uno de los heterónimos de Kierkegaard, la fe consiste precisamente en esto: en que el individuo singular se halla en un nivel más alto que lo universal, porque su relación con lo universal se realiza mediante su relación con el Absoluto y no al revés: su relación con el Absoluto mediante su relación con lo universal. Por eso, el deber de amar a Dios es un deber absoluto y, por consiguiente, el deber ético —y el estadio ético— se reduce a algo relativo (Kierkegaard [1843] Citation2003, 84–85).

El comienzo del estadio religioso en Kitty no es como el ético, para el que bastaba el desengaño, la desesperación y la aceptación de la realidad aunque sea a regañadientes. Aquí se precisan también modelos y mediadores, que lo encarnan o, por lo menos, lo muestran de alguna forma. Waddington, el orondo y simpático oficial inglés, es el primero de una larga serie. En la amistad con ese personaje, Kitty encuentra a alguien con quien abrir el alma, con quien aprender a relajarse de sus tensiones y sufrimientos y, sobre todo, a alguien que le enseña a ver la vida con una mirada llena de ironía benévola. Los defectos de Waddington: la pasión por la bebida, el interés excesivo por la vida de los demás, llegando a veces al límite de la impertinencia, no rebajan mínimamente las buenas cualidades de que está dotado, como la amistad, generosidad, simpatía… más bien, las realzan, haciéndolo cercano y amable. Pero, por supuesto, el subcomisario no es un modelo de santidad, sino más bien un mediador, que conecta a Kitty con un mundo diferente, en el que Dios se muestra con toda su grandeza.

En efecto, a través de Waddington, Kitty se entera de que hay una congregación de monjas francesas que atiende a los enfermos del cólera y se ocupa de los huérfanos. Es el mismo Waddington quien la pone en contacto con la madre superiora, una mujer de un temple y estatura espiritual fuera de lo común. Kitty descubre así la existencia de una maternidad que ella no había conocido hasta ahora. Pues, Kitty, además de no tener hijos y por tanto de no ser madre, ha carecido de una verdadera madre, capaz de servirle como modelo. Ante Kitty se abre un mundo desconocido, en donde la dignidad de la persona, la religiosidad y el amor se entrelazan armónicamente. En aquellas monjas, incluso en las más humildes, Kitty descubre la belleza de una vida consagrada a los demás por Amor. Kitty descubre de este modo la mística de la maternidad, que se encarna de modo especial en la superiora.

La buena opinión que las monjas tienen de Walter hacen che Kitty comience a entrever las magníficas cualidades humanas de su esposo. A pesar de todo, no consigue quererlo, mientras sigue amando apasionadamente a Charlie. Sin embargo, este amor, que antes la llenaba de alegría y orgullo, ahora le parece indigno, un sentimiento que la avergüenza. Le parece que, precisamente por su indignidad, se halla excluida de los goces y de la paz del jardín espiritual de las monjas. Se siente muy sola y, al mismo tiempo, ansía con toda el alma poder ser admitida allí. Al reflexionar en todo esto, llega a una conclusión clara: ama a Charlie porque, como él, es indigna, baja, vanidosa y superficial. Este descubrimiento, a la vez que la entristece, la lleva a reaccionar, a entrar en sí, iniciando el camino de su conversión.

El otro modelo de Kitty es la amante de Waddington, una princesa manchú a la que el oficial ha salvado la vida. A oídos de Kitty ha llegado la historia del amor apasionado de la princesa por el subcomisario, que la ha movido a dejar la familia, la ciudad y el rango social para seguir por doquier al oficial, viviendo de forma oscura y anodina, pues los matrimonios mixtos no son bien vistos en la colonia. Desde el momento en que Kitty oye hablar de ella, desea conocerla y no cejará en su empeño hasta lograrlo. No sabe bien por qué, pero se le antoja que en ese amor se esconde un secreto que va a influir decisivamente en su vida. Tras vanos intentos, Waddington accede a presentarle a la princesa manchú. En la conversación, en la que Waddington actúa como traductor, Kitty entiende que la indiferencia de Waddington hacia su amante es fingida, una pose que le sirve para protegerla de miradas indiscretas y maledicencias, salvaguardando de este modo el amor de ambos2.

Nace así en Kitty el deseo de hacer las paces con Walter, para que —si no es capaz de amarlo— por lo menos lleguen a ser amigos. Le pide perdón por sus pasados errores: «Tú ya sabías cómo era Charlie y sabías lo que haría. Pues bien, tenías toda la razón. Es un ser indigno. Supongo que no me habría sentido atraída por él si yo no lo fuera también. No te pido que me perdones, no te pido que me quieras como antes, pero ¿no podríamos ser amigos? Con la gente muriendo a millares alrededor, y esas monjas en su convento…» (Somerset 405).

Walter considera que el cambio repentino de Kitty no nace tanto de amor, como de compasión. Pero, él no desea compasión alguna, pues esta le hace sentirse más débil. Ante el silencio de Walter, Kitty insiste preguntándole por qué se desprecia. La respuesta de Walter está llena de nostalgia y de desesperanza: «Porque te quería».

Kitty descubre así que Walter no la perdonará nunca porque no se perdona. Le sorprende que una persona inteligente, como su marido, se culpe de algo que no dependía de él. «Era inexplicable que, pese a su inteligencia, careciese casi por completo de sentido de la medida, porque había engalanado a una muñeca con vestidos espléndidos y la había puesto en un altar para adorarla, y luego, tras descubrir que la muñeca estaba llena de serrín, se responsabilizaba a sí mismo y la responsabilizaba a ella. Tenía el alma desgarrada. Había basado su felicidad en una fantasía, y cuando la verdad la hizo añicos, él creyó que lo que se había hecho añicos era la realidad en sí» (Somerset 406).

A la conversión del corazón por parte de Kitty, siguen la donación de sí sin condiciones, a imitación del amor de las monjas y de la amante manchú. Vence la repugnancia hacia algunas niñas retardadas o deformes. Las cuida, las educa y juega con ellas como una madre. Sin embargo, el mundo del convento sigue sin abrírsele completamente. Como ella se dice pensando consigo misma, «es como si guardasen un secreto en el que residiese la clave de sus vidas y yo no fuera digna de compartirlo. No se trata de la fe, sino de algo más profundo y más… más importante: se mueven en un mundo diferente del nuestro, y siempre nos considerarán ajenos a él. Todos los días, cuando las puertas del convento se cierran a mi espalda, siento que dejo de existir para ellas» (Somerset 477).

La madre superiora intuye los pensamientos y deseos de Kitty. Ella busca la paz en el trabajo, en el convento, cuando en realidad esta no se encuentra allí, sino solo en el alma. A partir de esa conversación, Kitty comienza a perdonarse, a no sentirse indigna. Los efectos positivos del perdón de sí no tardan en llegar. Kitty experimenta la rara sensación de estar creciendo. Sus ocupaciones constantes la hacen entrar en contacto, aunque sólo sea fugazmente, con otras vidas y otros puntos de vista. Empieza así a recuperar el ánimo, la energía y se siente mejor, cada vez más digna.

Ahora se halla en condiciones de aceptar los cambios de su cuerpo, que hasta entonces no había percibido o no había querido aceptar: se halla en estado. Teme el encuentro con Walter, pues desconoce quién es el padre. De vuelta a casa, se acuesta nada más llegar. Walter va a verla y cuando se entera de que va a dar a luz, le hace la fatídica pregunta: ¿soy yo el padre? Kitty se siente tentada de decir una mentira, pero no puede; en ella se ha producido una profunda transformación. La etapa estética ha quedado completamente atrás. Ahora es incapaz de actuar inmoralmente, de no reconocer la verdad como valor absoluto, sin que le importen las consecuencias. Sabe que una mentira le granjearía el amor de Walter, mientras que la verdad puede apartarlo de ella para siempre. Para indicar la trascendencia de la decisión, el narrador omnisciente sintetiza en pocas líneas el camino que Kitty ha recorrido hasta allí y las posibilidades que se le abren para el futuro. «Rompió a llorar. Había mentido tanto que había aprendido a hacerlo con soltura. ¿Qué había de malo en una mentira piadosa? Una mentira, una mentira, ¿qué era una mentira? Era tan sencillo contestar que sí… Advirtió que Walter se ablandaba y que tendía las manos hacia ella. No era capaz de decirlo; ignoraba por qué, pero sencillamente no era capaz. Todo lo que había vivido y conocido durante aquellas amargas semanas, la frialdad de Charlie, el cólera que mataba a tanta gente, las monjas, curiosamente incluso Waddington, ese hombrecillo ebrio y divertido, todo la había transformado hasta el punto de que no se reconocía a sí misma. Aunque estaba profundamente conmovida, era como si un observador dentro de su alma la contemplase a medio camino entre el terror y la sorpresa. Tenía que decir la verdad. No creía que valiese la pena mentir» (Somerset 507-508).

La duda de Kitty sobre la paternidad de Walter es el golpe final a la autoestima de este. Aún con todo, Kitty sigue confiando en él y se esfuerza por obtener su perdón, no por ella, sino por él, pues piensa que es el único modo para que abandone el resentimiento causado, además de por la infidelidad de Kitty, por su vanidad. Ella, en cambio, está en paz consigo misma, pues considera su falta como una experiencia que le ha permitido abrir los ojos a la realidad. Además, va a ser madre. Por eso, el mal, el sufrimiento, la desilusión… se hallan cargados de significado positivo.

La paz de Kitty, recién alcanzada, es probada por dos sucesos. El primero es trágico: la muerte de Walter. El espectro del cólera, que hasta entonces parecía no interesarse por ellos, dejándoles con sus problemas matrimoniales y familiares, de repente hace irrupción en sus vidas. Walter enferma gravemente y muere. Kitty tiene a penas tiempo de recoger las últimas palabras de los labios agonizantes de su marido. Kitty no piensa más que en una cosa, hacerle el final lo más llevadero posible, extirpando de su alma el rencor que la envenena. En un último esfuerzo por lograr la reconciliación, le suplica: «Oh, cariño, querido mío, si alguna vez me amaste, y sé que sí, y que yo me porté terriblemente, te ruego que me perdones. Ya nunca tendré la oportunidad de demostrarte mi arrepentimiento. Ten piedad de mí. Te suplico que me perdones» (Somerset 601).

Es tal la ternura que siente hacia Walter, que por primera vez en su vida matrimonial Kitty lo llama cariñosamente, cielo, nombre dado a los niños y animales. Apenas Walter escucha esta palabra, dos lágrimas se deslizan por sus mejillas ajadas, y entre estertores le da una respuesta, que ella no entiende pero que la deja petrificada:

«—Fue el perro el que murió».

Más tarde, hablando con Waddington, descubre el sentido de esa frase aparentemente absurda. En realidad se trata de un verso de la Elegía a la muerte de un perro rabioso, de Oliver Goldsmith (1730–1774), que concluye de este modo: «El hombre se recuperó del mordisco/fue el perro el que murió».

El final de Walter queda así incierto: las lágrimas pueden interpretarse tanto como arrepentimiento por su rabia, como despecho por la ofensa, mientras que sus palabras manifiestan que lo que ha matado a Walter, por lo menos en sentido espiritual, ha sido el resentimiento, la falta de perdón. El segundo suceso está cargado de esperanza. Después de enterrar a su marido, Kitty, charlando con Waddington sobre el más allá, se pregunta si tras la muerte hay algo más. Si no hay nada —explica— entonces las monjas que lo han dado todo, han sido estafadas. Waddington le contesta que no importa si hay un más allá, pues las monjas están viviendo una vida hermosa. Lo único que vale la pena —según la filosofía del Tao— es la belleza. Waddington, que se halla impregnado de este modo de pensar, le explica el secreto de la vida: el desear no desear, el camino que es caminante, el todo que es nada. Vivir es conseguir la paz dejando que todo siga su curso. Pues, «quien se comporta con humildad se mantendrá íntegro. Quien se tuerce recuperará la rectitud. La base del éxito reside en el fracaso, y el éxito es el lugar donde mora el fracaso, pero ¿quién sabe cuándo llegará el punto de inflexión? Quien busca la ternura consigue al final ser como un niño. La apacibilidad trae la victoria a quien ataca y la seguridad a quien se defiende. Poderoso es quien se conquista a sí mismo» (Somerset 345).

Aunque para Waddington las monjas viven de este modo, el principio que rige la religión cristiana es en realidad bien distinto, como la madre superiora explica a Kitty cuando esta va a visitarla para despedirse, antes de abandonar Mei Tan Fu. El ideario que rige la vida de las monjas es conseguir que el deber y el amor se identifiquen. La gracia se halla en esa difícil conjunción. «Recuerde —le dice la religiosa— que cumplir con el deber no reviste mayor dificultad, es lo que se exige de nosotras, y no tiene más mérito que lavarse las manos cuando están sucias. Lo que cuenta de verdad es el amor al deber. Cuando el amor y el deber sean una misma cosa en usted, estará tocada por la gracia divina y experimentará una dicha que escapa a la comprensión humana» (Somerset 647).

5. Una vida auténtica

Kitty vuelve a Shangai convencida de ser otra persona, pues se siente libre, dispuesta a dar un giro radical a su vida. Como cuenta el narrador omnisciente, los pensamientos que embargan a Kitty cuando deja Mei Tan Fu están llenos de ilusión: «Verse libre! No sólo de un vínculo que la incomodaba y de una compañía que la deprimía; verse libre no sólo de la muerte que la había amenazado, sino también del amor que la degradaba; verse libre de todas las ataduras espirituales, libre como un ente incorpóreo; y junto con esa libertad, coraje y una despreocupación valiente frente a todo lo que le deparase el destino» (Somerset 664).

Sin embargo, parece sugerir la novela, la libertad no se encuentra tanto en el sentimiento de estar desprendido de ataduras, como en carecer realmente de ellas. Por eso, la libertad recién adquirida debe ser probada para descubrir si es verdadera o falsa. Charlie será el instrumento que el destino o la providencia emplea con este fin.

La táctica que Kitty había usado para adormentar su pasión por Charlie era convencerse de que este con sus ojos dulces le había hechizado los sentidos. Estando lejos de él creía descubrir defectos en su aspecto físico, que le habían pasado inadvertidos: la incipiente calvicie, los primeros atisbos de barriga, el paso menos ágil… Cuando lo vuelve a encontrar tras la separación, no percibe ninguno de esos cambios, pues sólo eran trucos de su imaginación con que negar o, por lo menos, esconder su deseo. Y, puesto que Kitty ahora es sincera consigo misma, debe reconocer que Charlie conserva el mismo atractivo. De todas formas, Kitty se siente a salvo, pues no sólo no lo ama, sino que lo detesta.

Por eso, cuando la mujer de Charlie la invita a quedarse con ellos hasta su marcha a Inglaterra, accede pues no cree que haya ningún peligro en vivir bajo el mismo techo con su antiguo amante. Sin embargo, la insistencia de Charlie vence las certezas de Kitty, saliendo con fuerza a la superficie la antigua pasión, que se había mantenido viva bajo las cenizas del desprecio. Tras la caída, «Kitty permaneció sentada un rato más en el borde de la cama, encorvada como una imbécil. Tenía la mente en blanco. Un escalofrío le bajó por la espalda. Se puso en pie, se acercó tambaleándose hasta el tocador y se dejó caer en una silla. Contempló su imagen en el espejo. Tenía los ojos hinchados por el llanto, la cara manchada y, en la mejilla, allí donde él había apoyado la suya, una marca roja. Se examinó el rostro, horrorizada. Aunque esperaba descubrir en él una prueba de degradación de algún tipo, era el mismo de siempre.

—Miserable —insultó a su reflejo—. Miserable» (Somerset 713).

Puesto que el deseo por Charlie no nace de amor alguno, es capaz de atisbar el fondo de lujuria que se anida en su corazón. Se siente degradada, sobre todo respecto a la imagen que tenía de sí, y a la vez burlada en su soberbia: se consideraba superior a Charlie, cuando en realidad es igual de ruin que él. Ha traicionado una vez más a Walter y a la mujer de Charlie, que la había acogido con afecto.

Sin embargo, el lector entiende que Kitty exagera: ella ha cambiado realmente y, por eso, huye de la mansión de los Towsend, pues no soporta ya verse degradada, usada como un objeto. Charlie no está dispuesto a abandonar la presa. Así que va a buscarla a la antigua casa de Kitty, mientras esta se halla embalando sus pertenencias. Esta vez, Kitty muestra la verdadera libertad de que comienza ya a gozar, en medio del dolor y la vergüenza. Le planta cara a Charlie, acusándolo de intentar degradarla: «—Yo no me siento como un ser humano, sino como un animal: un cerdo o un conejo o un perro. Oh, no te culpo, mi comportamiento fue igual de abyecto, y cedí porque te deseaba, pero ése no era mi auténtico yo, no soy esa mujer cruel, odiosa y lasciva. Reniego de ella […] No era más que el animal que llevo dentro, oscuro y temible como un espíritu maligno, y lo repudio, lo desprecio y lo aborrezco. Y desde entonces, al pensar en él, me entran náuseas y ganas de vomitar» (Somerset 730). Cuando hablan del hijo que ella espera, Charlie está seguro de que él es el padre, y le gustaría que fuera una niña. Kitty sabe que si Charlie tiene razón, su hijo será siempre un recuerdo de él y de la mujer que ella aborrece.

El resentimiento hacia Charlie se va curando a medida que el tiempo y la distancia la alejan de él. En este proceso ocupa un lugar destacado el hecho de que Kitty vuelve a perdonarse, pues está convencida de haber sido perdonada de su fragilidad. Como explica el narrador, «ahora tenía la impresión de que los hechos que la atormentaban se habían producido en otro mundo. Era como la persona que, en plena recuperación tras un ataque de locura, se avergüenza de los actos grotescos que recuerda vagamente haber cometido cuando no estaba en sus cabales, pero, consciente de que no era ella misma, considera que merece perdón, al menos a sus propios ojos. Kitty creía que quizás un alma generosa se inclinaría por compadecerla en vez de condenarla, pero cuando pensaba en el modo tan lamentable en que había traicionado la confianza que había depositado en sí misma, se le escapaba un suspiro. Antes le parecía que ante ella se abría un camino recto y despejado, pero ahora veía un sendero tortuoso y lleno de obstáculos» (Somerset 737).

Entre las dificultades que vislumbra se halla el regreso de Kitty a su familia de sangre. Sabe que su madre no estará dispuesta a hacerse cargo de una hija viuda, de recursos modestos. En cambio, piensa que su padre la acogerá con los brazos abiertos.

Ya durante el viaje de regreso a Inglaterra le llega la noticia de la gravedad del estado de salud de su madre. Por eso, no se sorprende cuando al llegar a su casa, se entera de que su madre acaba de fallecer. Empieza a descubrir con luz nueva las difíciles relaciones entre los miembros de su familia. El padre de Kitty no siente tristeza alguna por la muerte de su mujer, sino que por primera vez en muchos años se siente libre, pero debe guardar las convenciones sociales. Kitty, que ha llegado a ser auténtica, descubre esta impostura. Como cuenta el narrador, Kitty «adivinó de inmediato lo que su padre pugnaba por disimular: era alivio, un alivio infinito que le asustaba descubrir en sí mismo. Durante treinta largos años había sido un marido bueno y fiel, nunca había pronunciado una sola palabra de censura contra su esposa, y ahora debía llorar su pérdida. Siempre había hecho aquello que se esperaba de él, y habría sido traumático para él que un pestañeo o el gesto más nimio revelara a los demás que sus sentimientos no eran los propios de un esposo afligido en esas circunstancias» (Somerset 751).

Tampoco Kitty siente tristeza por la muerte de su madre. No alcanza a sentir pena, porque todavía hay demasiado resentimiento entre ella y su madre. Ante el cadáver de aquella mujer dura, dominante y ambiciosa, rechaza la chica frívola en que su madre la había convertido al educarla egoísta y mezquina. Por eso, aunque sabe que de ella se esperan lágrimas y lamentos, Kitty se mantiene fría y distante, a diferencia de su hermana Doris.

Lo que para Kitty constituye una sorpresa es la actitud fría del padre hacia ella. Al hablar con él, Kitty descubre que se ha convertido en un extraño, que es indiferente a lo que le suceda a su hija. Como nos dice el narrador, «había más frialdad en sus palabras que si hubieran sido dos extraños que acabaran de conocerse, pues en ese caso él habría mostrado más interés y curiosidad, pero su pasado común se erigía como un muro de indiferencia entre ellos. Bien sabía Kitty que no había hecho nada para ganarse el afecto de su padre; nadie lo había tenido en cuenta en casa, y lo consideraban un simple soporte económico al que despreciaban en cierta manera porque no era capaz de ofrecer más lujos a su familia. Pero Kitty había dado por sentado que él la quería por el mero hecho de ser su padre, y le impresionó descubrir que no le guardaba cariño. Siempre había sido consciente de que su padre era una lata para todas ellas, pero nunca se le había ocurrido que tal vez ellas producían el mismo sentimiento en él. Ahora se mostraba igual de amable y manso que siempre, pero con la triste perspicacia que había adquirido a fuerza de sufrimiento, Kitty intuía que, si bien probablemente él no lo reconocía ante sí mismo ni lo reconocería nunca, en el fondo de su corazón le tenía antipatía» (Somerset 763).

Cuando el padre le explica que se trasladará a las Bahamas, para ocupar el puesto de juez recién conseguido, Kitty manifiesta su deseo de acompañarlo, de vivir con él. El juez intenta disuadirla no tanto por el bien de ella, sino porque no quiere echar a perder su libertad recién estrenada. La situación es triste e irónica a la vez: «—¿Tú? Ay, querida Kitty. —Se le demudó el gesto. Ella había oído esa expresión a menudo, y siempre la había tomado por una frase hecha. Ahora, por primera vez en su vida apreció el movimiento que describían las palabras, tan marcado que la dejó pasmada—. Pero si todos tus amigos viven aquí, y también Doris… Yo creía que estarías mucho más a gusto en un piso alquilado en Londres» (Somerset 766).

Kitty insiste y el padre, al fin, por sentido del deber acepta, como ha hecho toda su vida. «Al cabo, él abrió los ojos y exhaló un suspiro.

  • — — Como es natural, si quieres venir, estaré muy complacido.

Era lamentable: la pugna había sido breve, y él se había rendido a su sentido del deber».

Kitty siente compasión por su padre. Este sigue sin aceptar que sea posible sentirse libre y a la vez hacer lo que cuesta no por sentido del puro deber, sino por amor o, mejor aún, como la superiora le había explicado a Kitty porque se ama el deber. Por eso, Kitty lo deja libre: «no te pido nada por ser hija tuya, no me debes nada».

Al sentir que Kitty lo ama hasta el punto de sacrificar su legítimo deseo de hija, el padre reacciona de forma inesperada. «El la besó en los labios, como a una amante, con las mejillas empapadas en lágrimas.

  • — — Claro que te dejaré venir conmigo.

  • — — ¿De verdad? ¿De verdad quieres que vaya?

  • — — Sí.

  • — — No sabes cuánto te lo agradezco.

  • — — Oh, querida, no me digas esas cosas. Me resulta muy violento.

Sacó el pañuelo, se enjugó las lágrimas y le dedicó una sonrisa que ella nunca había visto en él. Una vez más, Kitty le echó los brazos al cuello» (Somerset 771).

Después de la reconciliación con su padre, Kitty piensa en el futuro. Aunque no sabe lo que este le deparará, tiene muy claro lo que desea hacer: educar a su hija para que sea libre y no no cometa los mismos errores de la madre. Ahora, ya no le importa que Charlie sea el padre y que, como él deseaba, el fruto de sus amores sea una niña, más aún quiere que sea niña para poder educarla como una mujer auténtica y, como esposa y madre, si es lo que quiere ser.

El descubrimiento final de la novela, a través de la peripecia existencial de Kitty, es que el camino que conduce a la paz interior no es el del Tao, sino el de las religiosas: no es el acallar los deseos y la indiferencia ante la vida, sino el deber amoroso. Es verdad que Maugham abandonó la fe cuando era joven y también que en muchas novelas suyas, como Sheppey, los personajes principales no creen en Dios, sin embargo en El velo pintado la fe cristiana sigue manteniendo un rescoldo que ilumina la vida de Kitty. Por eso, debe matizarse la idea de Lodge, que considera que la religiosidad de esta obra es la misma que encontramos en el budismo del Sadhana o realización de la vida: «la felicidad permanente del hombre no está en obtener nada sino en darse a sí mismo a aquello que es más grande que él mismo, a las ideas que son más grandes que su vida individual, la idea de su País, de la humanidad, de Dios» (Lodge Citation1977, 45).

Como se describe al final de la novela de forma simbólica: «el sol salió, disipando la niebla, y Kitty divisó el camino, que discurría sinuoso hasta donde alcanzaba la vista, entre arrozales, por encima de un riachuelo, a través del paisaje ondulado; el camino que debían seguir. Los errores, las locuras, los reveses que había sufrido, quizá nada de eso había sucedido en vano si ella era capaz de seguir el camino que ahora atisbaba ante sí, no el sendero del que le había hablado el bromista de Waddington, que no llevaba a ninguna parte, sino el camino por el que las queridas monjas del convento avanzaban humildemente, el camino que conducía a la paz» (Somerset 776).

6. Conclusión

Las tres operaciones hermenéuticas: manifestar el origen del velo, desvelar la realidad oculta y revelar la posibilidad de una nueva existencia nos han permitido establecer una serie de relaciones que la novela mantiene con la cultura de la edad victoriana, con algunas tesis del psicoanálisis y con la filosofía existencialista de Kierkegaard, así como destacar el papel fundamental que el desengaño, la religiosidad, el perdón y el amor desempeñan en la transformación de Kitty.

Al final de este proceso hermenéutico es posible indicar algunos elementos que constituyen la urdimbre antropológica de la novela. El primero es el punto de vista femenino de la novela; no sólo porque la protagonista es únicamente Kitty, sino porque el proceso de velar, desvelar y revelar se da sólo en esta mujer y, a través de ella, se aplica a la sociedad, la familia y la educación. El segundo aspecto es la crítica de los estereotipos culturales. En efecto, en la novela descubrimos que no es que el carácter femenino tienda al esteticismo, mientras que el masculino se dirige a la eticidad, sino más bien que esteticismo y eticidad se muestran de forma distinta en la mujer y en el hombre. Así el esteticismo de Kitty depende más de la educación recibida y de la obligación social al matrimonio, que de una inclinación femenina. En el hombre —como se ve en Charlie— el esteticismo no se debe a modelos culturales que se imponen necesariamente, sino más bien a la búsqueda de poder y al deseo de seducir a la mujer. Algo semejante puede decirse de la eticidad. Mientras que la eticidad del varón se halla ligada al cumplimiento de reglas y normas, la de la mujer se relaciona con el cuidado del otro, el sentido de la propia dignidad y la búsqueda de respeto, es decir, el valor maternal. Es interesante destacar el contraste entre la maternidad como algo positivo y la crítica a la que la han sometido los pensadores postmodernos, como Badinter y Derrida. Badinter la combate, porque —según ella— la exaltación del amor materno ha sido la causa de la concepción tradicional de la sexualidad (Badinter Citation1992, 285–291). Derrida, por su parte, intenta quitar a la maternidad la aureola de sacrificio y entrega que la rodea. Para ello, se sirve de un proceso de deconstrucción en tres etapas, que corresponden precisamente a cada uno de los principios que la fundan: el principio de reproducción, la segregación doméstica y familiar de la mujer y, por último, la figura de la buena madre (Derrida Citation1993). De esta forma —piensa el pensador francés— es posible liberar a la mujer de esta construcción histórico-social que se le ha impuesto.

Por lo que se refiere al estadio religioso, no es posible establecer diferencia alguna, pues en la novela sólo los personajes femeninos logran alcanzar ese estadio. Tal vez Waddington lo consiga también en cierto sentido, pero en él la religiosidad es algo abstracto, relacionado con la ausencia de deseos y la indiferencia taoísta. Mientras que en Kitty y en la superiora la religiosidad es misterio, dejarse sorprender por la belleza de un instante de gracia, y al mismo tiempo búsqueda del sentido de esta vida no sólo para sí mismas, sino también para los hijos de la sangre y del espíritu. El tercer aspecto antropológico se refiere al modo de concebir el amor, en el que se aprecia también una diferencia importante entre hombres y mujeres: los hombres, como Walter, desean amar, ser reconocidos como amantes, mientras que las mujeres, como Kitty, la superiora y la amante manchú, buscan darse, establecer lazos, sentirse aceptadas, estimadas y amadas. Por eso, unos y otras reaccionan de forma distinta ante la infidelidad: para Walter es sobre todo una traición, que conlleva la pérdida de la propia dignidad y autoestima; en definitiva, con la traición el varón pierde la capacidad de amar, de ser amante. Para Kitty, en cambio, la traición acarrea el sufrimiento por no ser correspondida, o sea, seguir amando sin ser amada. Es decir, el amor desde el punto de vista femenino no es acto, sino relación.

En definitiva, la novela nos presenta una visión femenina de la existencia, que no intenta imitar los valores masculinos, sino descubrir los que son verdaderamente propios de la mujer, más allá de estereotipos culturales y prejuicios psicológicos y sociales. Me parece que sólo aceptando la diferencia estética, ética y religiosa entre hombres y mujeres es posible la reconciliación ya sea social y familiarmente, ya sea intergeneracionalmente. En este sentido, el abrazo final entre Kitty y su padre representan la clave de lectura de la entera novela.

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Notes on contributors

Antonio Malo

Antonio Malo graduated with a degree in Philology and also with a PhD in Philosophy from the University of Navarra (Spain). He is a professor of Philosophy of Mind at the Pontifical University of Santa Croce (Rome). He belongs to various scientific committees including the Center for the Study of Interpersonal Relations (Universidad Austral, Buenos Aires) and the ROR project (Relational Ontology Research Center, Rome). He has published numerous philosophical articles in national and foreign magazines. His most important works are the following: Antropologia dell’Affettivita (Rome 1999; esp: Pamplona 2004); Il senso antropologico dell'azione. Paradigmi e prospettive (Rome 2003), Io e gli altri. Dall'identita alla relazione (Rome 2010; esp: Madrid 2016), Cartesio e la postmodernita (Rome 2011), Gift, Guilt and Forgiveness. Elements for a Phenomenology of Forgiveness (2011), The Limits of Marion’s and Derrida’s Philosophy of the Gift (2012), Essere persona. Un’Antropologia dell’identita (Rome 2013), Uomo o donna: Una differenza che conta (Milan 2017) and Antropologia del perdono (Rome 2018).

Notes

1 En opinión de Meyers, en esta visión del lejano Oriente como lugar de encanto y muerte puede descubrirse la huella de otro gran novelista Joseph Conrad con su obra maestra Heart of Darkness, a pesar de que Maugham no lo cite nunca e incluso parezca desconocerlo (cf. Meyers 148). Para Calder, en cambio, el influjo de Conrad en Maugham no es tan decisivo como el de otros escritores ingleses y americanos: Melville, Stevenson, London y Kipling, pues, en la Europa desengañada de los años 20, los lectores buscan en esos paraísos exóticos refugio frente a los problemas y crisis que los amenazan, más que dramas (cf. Calder Citation2005). No se puede tampoco descartar que en estas visiones del Oriente se reflejen muchas de las experiencias del novelista, pues, como recoge Las Vergnas, Maugham corrió diversas aventuras en China y Borneo, en donde estuvo a punto de morir de malaria (cf. Las Vergnas Citation1966).

2 Aunque en las novelas de Maughan el amor es la única cosa que da sentido a la vida, la mayor parte de sus personajes no consiguen amar. La causa principal de ello parece ser la dificultad para conseguir un matrimonio por amor y no por interés o por el simple miedo a quedarse solos. Pero, como explica Ervin, la realidad es bastante diferente: «el Sr. Maugham, al parecer, no ha notado que en la mayor parte de los matrimonios hay cariño y que la historia del matrimonio está iluminada por numerosos ejemplos de un amor y devoción grandes, que duran toda la vida. Por tanto, no se ha dado cuenta de la singular felicidad que espera en el matrimonio a las personas que comparten ese mismo entusiasmo o están comprometidas en esa relación» (Ervine Citation1935 640). Tal vez la razón última de la desesperanza respecto al amor matrimonial se deba a la terrible experiencia del mismo Maugham, quien durante diez años estuvo casado con una mujer ambiciosa e infiel, Syrie, que se aprovechó de la debilidad del escritor hasta que Maugham llegó a odiarla como a su peor enemigo, obteniendo al fin el divorcio (cf. Hastings Citation2010).

Bibliografia

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